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Tratando
con el diablo
...y
la Dama Oscura dijo «¡Yuyoku, ven a mí!», y el dragón plumífero
apareció de la nada. Los tres reyes del norte, el este y el oeste
temblaban, conscientes de lo que significaba aquello. «Aquí
comienza El Vuelo del Fuego», anunció la Dama, subida sobre los
lomos de la bestia.
Breve
historia de la gran guerra. Autor anónimo.
La
luz seguía inundando la posada, aunque esta había dejado de entrar
por los cristales del este, para empezar a filtrarse tímidamente por
los del oeste.
Grandir
ya casi había olvidado cuanto tiempo hacía desde que compró el
terreno e inauguró La Uva Roja. ¿Podrían ser veinte años?
¿Veintitrés quizás? Quién sabe, el caso es que su barba aún
conservaba su color natural por aquel entonces. Y su pelo abundaba en
mucha más cantidad.
Hoy
la posada había estado muy tranquila. Silenciosa incluso. Algunos
tipos con pinta extraña, un puñado de prostitutas anormálmente
amables y probablemente drogadas, un par de forasteros...
No
había hecho falta trabajar demasiado, pero también había sido un
día muy aburrido.
El
bardo y el tipo de los ojos rojos se levantaron de su mesa y se
fueron. Grandir se fijó en que el bardo se despidió de él con la
mano antes de salir, el otro parece que no se molestó en ser
simpático. Hum... ese tipo de los ojos rojos... qué había dicho
que era, ¿un Cuervo? ¿Y qué es un cuervo sino un pájaro de plumas
negras? Bueno, a quien le importa lo que quisiera decir. Grandir no
se preocupaba de lo que hicieran sus clientes, quienes fueran, a qué
se dedicaran o si estaban o no perseguidos por la ley. «Lo
importante es que paguen. Esa es la ley suprema» pensaba a menudo.
El
problema es que algunos se creían con autoridad para quebrantar la
«ley suprema». En ese caso, el castigo debía de ser también
supremo. El mes anterior por ejemplo, un tipo con pintas de vagabundo
y una alargada cara de rata, tras terminarse su comida, se le acercó
y con toda la desvergüenza del mundo, le dijo: «he terminado de
comer, estaba todo muy rico y estoy muy contento de haber elegido
esta posada. Pero no te pienso pagar». A lo que Grandir le respondió
rompiéndole una jarra de cristal en la cabeza. Pero las jarras eran
muy caras y no merecían ser desperdiciadas en esos menesteres, así
que desde ese día, el posadero guardaba bajo el mostrador una cosa a
la que le gustaba llamar «El Castigo Supremo», que no era otra cosa
que un palo de madera de arce casi tan grande como medio mostrador.
Se
dirigió hacia el ala este, a la zona de las mesas para recoger lo
que los dos tipos que acababan de salir habían ensuciado. Siempre
tenía que encargarse él de todo: servir a los clientes, hacer los
pedidos de cerveza y aguamiel, limpiar la posada, hacer y servir las
comidas... En días como hoy no había problema alguno, pero otros el
posadero llegaba a terminar reventado. Ya empezaba a notar la edad
sobre sus hombros.
«Quizás
debería contratar a un ayudante», pensó, mientras sacudía con la
mano las migas del mantelito rojo y recogía un par de platos
apilados. Constantemente pensaba en ello, como también,
constantemente, pensaba otras cosas después como «me haría ganar
menos dinero» o «no me fiaría lo suficiente de nadie como para
dejar parte de mi negocio en sus manos». Al final siempre llegaba a
la conclusión de que lo más conveniente era quedarse como estaba.
El
sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte hasta llegar a no ser
apenas un fragmento de su totalidad. La luz empezó a amenazar con
abandonar La Uva Roja. Grandir bajó las lámparas del techo y empezó
a encender una por una las velas. Con tranquilidad. Sin prisa alguna.
Se
dio cuenta de que la sala había quedado completamente vacía; a
excepción un par de tipos de aspecto extraño que llevaban sentados
en la misma mesa desde primera hora de la tarde.
Al
principio habían hablado en voz baja, reído a carcajadas y bebido
una gran cantidad de alcohol. Pero conforme la luz fue abandonando el
lugar, parecía que ellos también habían abandonado el entusiasmo y
la paciencia. No era la primera vez que Grandir lo veía. Gente que
escogía su posada como punto de encuentro para hacer algún tipo de
trato; la mayoría de las veces de dudosa legalidad. Bueno, siempre y
cuando cumpliesen la ley suprema, no era asunto suyo lo que quisieran
hacer o a quien estuvieran esperando.
Tiró
de las cadenas de la pared para subir la última lámpara. Había una
para cada zona de la posada, haciendo tres en total. Las velas
iluminaban al completo la estancia, mientras que la oscuridad ya era
absoluta en el exterior.
La
puerta de la posada se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire. El
fuego de las velas danzó violentamente y un par de ellas se
apagaron, oscureciendo la zona de las mesas por encima del resto de
la sala.
Como
arrastrada por el viento, una persona entró, pasó junto al
mostrador, y se sentó en la mesa junto a los dos hombres que
llevaban esperando desde el mediodía.
Vestía
una túnica de tela negra como la noche, las manos enguantadas hasta
debajo de las enormes mangas y unas botas, también negras, que se
escondían bajo la ropa casi por completo.
No
llevaba ningún tipo de adorno, ni las telas poseían forma
decorativa alguna. Escondía su cara bajo una ancha capucha oscura.
—Caballeros,
¿tenéis lo que me pertenece? —preguntó. La voz pertenecía sin
duda alguna a una mujer.
—Así
es —respondió Bylos el ladrón, el más alto de los dos hombres y
quien parecía ser el líder—. Pero no me gusta tratar con
desconocidos, se vuelve difícil el perseguirlos si intentan
engañarte. De hecho ni siquiera me habían contado que fueras una
mujer. Muéstrame tu cara.
—Me
temo que eso no será posible —respondió. A Bylos le resultó
extraña su voz. No pretendía ser dulce ni sensual, ni tampoco
escondía vergüenza, temor ni respeto; al contrario. Su voz
resultaba segura, decidida, y era la que imponía respeto para sí
misma. Una voz muy extraña para una mujer—. Si te sirve de algo,
no intentaré engañarte. Y si lo hiciera, tampoco podrías
perseguirme.
Bylos
y su compañero, Sev, soltaron una carcajada. La encapuchada no rió.
—Ya
veo que no eres como las mujeres normales. Se nota sin necesidad de
verte la cara —el ladrón volvió a reír, y la mujer volvió a
mantenerse serena—. Bien, pues al menos dame un nombre. El que sea.
Solo quiero saber como dirigirme a ti.
—Puedes
llamarme Essandra, si te place —respondió, encogiéndose de
hombros—. Ahora, si ya dais por terminadas las presentaciones,
entregádmelo.
—Alto,
alto —Bylos esbozó una sonrisilla torcida, mientras hacía un
gesto de calma con las manos—. Antes hay algo que también nos
pertenece a nosotros. Mil estios, lady encapuchada.
Sev,
el más enano, coreó otra sonrisa junto con la de su compañero,
aunque siguió callado. A Bylos siempre se le había dado mejor el
tratar con la gente. Pero a la hora de los hurtos, era Sev quien se
encargaba de todo, ya que, según había dicho en una ocasión, Bylos
era tan bestia que sería capaz de derrumbar el edificio donde estaba
robando. Sin embargo, a él se le daba genial el arte del hurto,
había nacido para ello. ¿Pero de qué le servía si carecía de
contactos para encontrar trabajos y de mano negociadora para sacar
los mejores precios? Los dos ladrones hacían una pareja perfecta
juntos. Sev metía la mano en los bolsillos de la víctima, y Bylos
en los del comprador.
—No
juegues conmigo, ladrón —le asaltó Essandra, con su voz imponente
y tranquila. Su cara era una sombra bajo la más densa oscuridad—.
Desde el primer momento, el trato acordado eran quinientos estios.
—Te
equivocas, mujer. Ese era tu trato, el trato inicial. Pero los tratos
no son como la piedra caliza, no. Los tratos son como el agua, que el
viento deforma y traslada a placer. Y ahora, a mí me placen
quinientos estios más, si es que quieres ese collar.
El
ladrón jefe pudo escuchar un resoplido bajo la capucha oscura. La
mujer metió la mano dentro de una de sus anchas mangas. «He
ganado», pensó el ladrón y también estafador. Ahora la mujer
sacaría de su manga una bolsa llena de estios, llena de mil de
ellos, y él volvería a ganar una cantidad indecente de oro gracias
a su brillante talento y su mente veloz.
Pero
se equivocaba. Ninguna bolsa salió de ahí. Essandra simplemente se
remangó.
—Has
debido de creer que ya que tienes lo que me pertenece, podías
estafarme. Que al fin y al cabo, solo soy una mujer —rió
ligeramente. Su voz imponente había adoptado un tono aún más grave
y penetrante—. Sin embargo, voy a enseñarte cuánto te has
equivocado.
Sev
soltó una carcajada. Su compañero no lo siguió esta vez.
—¿Qué
vas a hacer? ¿Vas a pegarnos, mujer? ¿No deberías tener miedo de
romperte una uña o algo así? —El más bajito de los dos ladrones
había decidido romper su silencio entre risitas y carcajadas. Esta
vez era el alto quien había decidido callar.
Bylos
se encontraba extrañamente tenso, mientras observaba como la
encapuchada mostraba un brazo completamente cubierto por un fino
guante de seda negro. Por alguna razón, hasta ahora no se había
fijado en los ojos de la mujer. Y ahora, de repente, ahí estaban,
flotando sobre esa cara sin rostro. Resultaba extraño, toda su cara
le resultaba imposible de ver, hasta la última de sus facciones.
Pero los ojos estaban ahí, se veían con plena claridad, incluso
resaltaban. El ladrón nunca había visto unos ojos así. Jamás en
toda su vida. Eran de un extraño color lila oscuro, y emitían un
brillo antinatural. Debían de ser preciosos, pero por algún motivo,
en ese momento no se lo resultaban.
El
mirarlos le causaba una extraña sensación. Una sensación que no
podía explicar y que hacía que se le erizara el bello. Bylos se dio
cuenta de que estaba sudando. Y después, de que las piernas le
temblaban.
—Está
en la capilla de la diosa Anais, en Antivas. —dijo, limpiándose el
sudor frío de la frente con disimulo. Su compañero le lanzó una
mirada, una mirada que hacía una pregunta. Pero no obtuvo
respuesta—. Sev quería robar el collar de todas formas, pero yo no
pienso cargar con una ofrenda a los dioses robada. Estoy seguro de
que no tendrás problema alguno en cogerlo tú misma.
Bylos
no podía ver la cara de la encapuchada, pero estaba seguro de que en
este momento, en alguna parte de su rostro, se había formado una
sonrisa.
—Esa
ha sido una respuesta inteligente —señaló Essandra. Se levantó
de la mesa y volvió a colocarse la manga en su sitio con una
sacudida. De algún lugar tras su capucha, sacó una pequeña bolsita
que lanzó un sonido metálico al chocar contra la mesa—. No os
pienso dar quinientos estios, ya que el trato era que me dieseis el
collar en mano. Así que ahora los vientos me placen con que os dé
cincuenta. Podéis sentiros unos hombres afortunados.
Essandra
se dirigió hacia la puerta, pasando frente a la barra. El posadero
disimulaba torpemente no haber estado escuchando su conversación con
los dos ladrones.
—Eh,
ojos lilas —le interrumpió Bylos desde su mesa, alzando un poco la
voz—. ¿Para qué tomarse tantas molestias en esa baratija? Ni
siquiera vale estos cincuenta estios. No es más que un collar sucio
alrededor del cuello de la diosa.
La
encapuchada siguió su camino, arrastrando por el suelo la parte trasera de la túnica y sin siquiera girar la cabeza.
—Mis
razones no son de tu incumbencia, ladrón.
Y
salió de la posada, con el aire nocturno meciéndole la ropa y
sumergiéndose en la noche.