jueves, 27 de septiembre de 2012

El Vuelo del Fuego. 4



4
El camino de la música

«¿Qué es lo buscáis?», preguntó la florecilla entre la hierba. «Yo busco a la noble, a la protectora y a la amante; a la buena y a la mala a la vez. Busco a mi madre, a la que hace mucho tiempo perdí», dijo la primera de las tres niñas. «Yo busco la simpatía, la seguridad y el calor que envuelve lo más profundo del corazón. Busco lo indescriptible; lo que ni el mayor de los sabios sabría explicar. Busco el amor, que desde los primeros días de mi vida me fue arrebatado.» Dijo la segunda niña. Por su parte, la tercera calló durante algunos segundos, pensativa. «Yo no busco a mi madre, ya que aunque nunca la conocí no anhelo hacerlo, pues nunca he sabido lo que es el calor de una madre y no podría desear con fuerza algo que desconozco. Tampoco es el amor lo que deseo, pues aun habiendo carecido de él durante toda mi vida, yo me amo a mí misma más de lo que nadie podría amarme jamás.» El viento ondeó durante unos instantes, y la flor perdió algunos pétalos. «¿Entonces, qué es lo que buscas, chiquilla? ¿Cuál es tu deseo?», preguntó la flor. «Mi corazón anhelaba aventuras y alguien con quien compartirlas». La niña echó una mirada veloz a sus dos compañeras, y sonrió. «Puedo decir sin rodeos que mi deseo se ha hecho realidad.»

«Cuentos de Lanaeda. Libro primero». Autor anónimo.

Neil estaba sentado al borde del carro, entre las telas. Observaba con tranquilidad como el camino recorrido se alejaba, ocultándose en el horizonte. El sendero había sido muy irregular, lleno de curvas y baches, y el bardo se había mareado un poco.

Inda había quedado muy atrás, ahora el paisaje era un mosaico de árboles de hojas rojas y hierba. El bosque Hojasangre. Neil lo conocía bastante bien. Tras su transporte, el último de la hilera en la que viajaban, cabalgaban cerca de una veintena de hombres de la guardia del rey. Pisoteaban una alfombra de hojas caídas que se quebraban al mínimo peso. El resto estaban repartidos entre cada carro. Tras el ataque, la mayoría había decidido apostarse entre el carro del rey, aunque aún no había ni rastro de La Espada, el capitán de la guardia.

«Un par de ladrones decían saber que se va a producir un robo en Antivas, en la capilla de Anais», había oído Neil decir a un guardia real que hablaba con el rey. «Estor Zasey se ha quedado a comprobar como es que pueden saber algo así sin estar implicados.» Tras ello, el rey había carraspeado y subido a su carro entre quejas y maldiciones.

Toqueteó un par de cuerdas de su laúd, y este emitió unas notas agudas y dispares. Cuando hubo tomado un buen trago de aire, regresó adentro.

Estaba oscuro, y la poca luz que los árboles del bosque dejaban pasar se tornaba rojiza al cruzar las telas del carro. A un rincón estaba Kiran, sentado junto a las telas de la pared y fumando Hierbazul en una pipa. Se la conocía con ese nombre por el color que dejaba en la lengua de la gente que la mascaba; y por su propia pigmentación. Otros como Kiran preferían fumarla. Sabía a lima y a menta y resultaba relajante para mucha gente. A Neil, sin embargo, le provocaba el mayor de los ascos.
El Cuervo tenía la cara pensativa; miraba tranquilamente las telas del techo del carro. Algunos mechones oscuros y ondulados le caían sobre los ojos rojos, que relucían como la sangre en la penumbra.

Neil se sentó junto al cofrecito que Kiran había traído de su posada. El Cuervo no se había separado de él desde que lo recogió. «Ten muchísimo cuidado», le había advertido a Neil. «Lo que hay dentro es muy frágil y valioso». A lo que él le había respondido con un ademán con la cabeza, aunque no sin esconder una cierta curiosidad insana.
«¿Qué escondes ahí adentro, Cuervo? ¿Por qué tanto misterio? Quizá simplemente haga falta preguntar...»

Oye Kiran, —carraspeó—, ¿qué tienes en ese cofre?

Kiran exhaló una gran cantidad de humo.

Cosas personales —le respondió, dejando su espada a un lado. La había traído de la posada junto con el cofre, aunque Neil no había podido verla aún, ya que estaba completamente cubierta por un trapo. Un par de cordeles mantenían a este fijo a la espada—. ¿Has afinado ya ese cacharro?

No ha sido necesario. —Toqueteó el laúd—. Ya tenía las cuerdas preparadas.

Neil se había estado quejando de la falta de instrumentos en el pueblo la tarde antes de partir, y de cómo había perdido el suyo por culpa de una mujer llamada Yiluna.

Pues debes de estar en tu día de suerte, Bardo —le había respondido el rey entre risas, mientras llamaba a uno de sus sirvientes que cargaba con un precioso instrumento—. En mi estancia en el sur un idiota debió de haber creído que gobernar un continente no es suficiente carga como para además aprender a tocar este cacharro. Ten, quédatelo. Considéralo una donación para alegrar las aburridas tardes de tu rey. Hoy en día no te puedes fiar de ningún bardo; todos son un atajo de espías y asesinos. Pero creo que podré arriesgarme con quien que ha ayudado a salvar la vida de mi familia.

Para Neil, ese instrumento era la cosa más bella que había visto en su vida. Ni siquiera los bosques verdes de la Isla del Viento estaban a su altura. Ni las musas más bellas de cada reino. Era de un color blanquecino azulado, fabricado con madera añil de los helados bosques del norte. Al tacto resultaba suave y agradable, y las cuerdas cantaban con cariño y precisión. Lo llevaba colgado con una cinta de lino, junto a la pluma de charrán blanco en su pecho. El rey no apreciaba ni por asomo la calidad del presente que había recibido; un instrumento por el que cualquier bardo mataría.

Neil tocó las cuerdas, pensativo.
«Tú eres Kiran de Elias», había dicho el rey la tarde antes de partir. ¿Por qué el rey conocía su nombre? ¿El de Kiran, un vagabundo, un simple mercenario y antiguo Cuervo del Nido? Neil había intentado sonsacarle información, pero no había servido de nada. Cada vez que sacaba el tema, Kiran se hacía el loco o le espetaba con un «no es asunto tuyo».
Y luego estaba lo otro. ¿Cómo era que Kiran había dejado de ser Cuervo y se iba paseando tan tranquilamente por los pueblos? ¿Por qué nadie intentaba poner en una bandeja la cabeza de un desertor? Tampoco había habido respuesta para ello. «El mío fue un caso especial», es lo máximo que pudo sacarle.

¿Y... bueno, adónde vamos? —preguntó Neil, repeinándose hacia atrás el pelo castaño.

El rey dijo que a Antivas —le respondió Kiran—. ¿La razón? Ni idea. Eso deberás preguntárselo a él.

Dicen que la capital está en crisis —se encogió de hombros—, no creo que sea el lugar más adecuado para que encuentres un trabajo.

Yo tampoco lo creo. —Kiran deslizó sus dedos por la pipa de madera, pensativo.

¿Entonces por qué has accedido a ir?

Nadie discute los deseos de un rey, Neil. Deberías saberlo. —Sacó el brazo entre las telas y arrojó la Hojazul de la pipa al exterior del carro, después abrió el cofrecito y metió la pipa dentro. Neil alcanzó a ver relucir un diminuto objeto de cristal en su interior, antes de que Kiran lo cerrara—. Además, hasta ahora todo ha estado igual de escaso de trabajo para mí. Al menos ahora tengo adonde ir.

Sé de buena tinta que en los Reinos de la Primavera hay una disputa entre el señor del Lecho de Rosas y una familia noble bastante poderosa. No recuerdo ahora el nombre de la familia. —Neil se echó junto a Kiran—. ¿Por qué no vas allí? Seguro que hay trabajo de sobra para un mercenario. Tengo pensado viajar a los Reinos del Invierno, a Pico Nevado. Si quieres podría acompañarte durante la mitad del trayecto.

No, Neil. No me interesa inmiscuirme en las guerras estúpidas entre los señores nobles. No son más que rabietas entre familias poderosas, egoístas y avariciosas en las que su propio pueblo se mata entre ellos por una disputa que ni siquiera llegan a comprender. Que los señores vasallos y demases títeres de la realeza participen en ese tipo de conflictos sin sentido —escupió—. Yo no lo haré.

No lo entiendo. Una guerra es una guerra; y por favor, deja de escupir en el carro. —Neil se encogió de hombros. ¿Qué más daba quien lo contratara? Él era un mercenario, no era su trabajo juzgar lo bueno o malo de sus actos.

Yo participo en guerras justas; que las hay. El año pasado mismo viajé por los archipiélagos del Mar Sereno. Allí ayudé a unos campesinos de una pequeña isla granjera a recuperar sus tierras; unos bandidos las habían tomado por la fuerza y habían esclavizado a todos los habitantes. Mujeres y niños incluidos. No fue muy difícil acabar con ellos, los propios habitantes de la isla pusieron de su parte y pelearon con fiereza. Al terminar, todos estaban tan agradecidos que me pagaron incluso más de lo acordado. Regresé a Lanaeda con seiscientos estios, un barco de vela de lujo, una tripulación acorde y los mejores remeros que el dinero puede comprar. Es lo mismo que pelear en esas guerras estúpidas, ganas dinero; solo que luego no te sientes como una mierda cuando te despiertas por la mañana.

El trabajo de mercenario en sí mismo consiste en no juzgar la razón de las guerras —dijo Neil con seguridad, mostrando sus dientes blancos—. No sería tu culpa, Kiran, sino de aquellos que te contraten.

Los que me contraten no son quienes van a ir en la vanguardia cercenando cabezas. Y hazme un favor, Neil; mientras yo no te enseñe a tocar el laúd, evita enseñarme cómo hacer mi trabajo.

Me ofendes, Kiran. Yo jamás trataría de enseñarte cómo asesinar, degollar, mutilar y sobretodo cercenar. —El bardo esbozó una sonrisilla ladeada—. Si hasta quería acompañarte hacia el este —rió.

Neil corrió las telas y volvió a salir al borde del carro, mientras olía el humillo de la Hierbazul que Kiran se había encendido. El humo proveniente de la pipa salía hasta el exterior del transporte y provocaba en Neil cierto mareo. Olía a menta y a césped húmedo.

Los jinetes que guardaban la zona sur se habían abierto en dos filas paralelas a los costados del carro, dejando una vista perfecta del paisaje y el horizonte que se alejaba. Era el momento perfecto para componer algo; nada demasiado minucioso, algo sencillo. Neil comenzó a rasgar las cuerdas de su laúd con el cuidado con el que se mece bebé recién nacido, y se dejó caer bajo el sueño de las reinas rubí y del otoño perpetuo.

La senda avanza por el horizonte,
el viaje apenas ha comenzado.
Ya estoy decidido, el destino me llama;
no hay necesidad de un sendero dorado,
que yo camino por mi senda de hojas secas
con veloz pie fatigado,
al amparo de mi destino
con mi amigo el Cuervo a mi lado.

El carro volcó con un estruendo estrepitoso. Neil cayó dentro y dio varias vueltas chocándose contra el techo, las paredes, y todos los rincones del transporte.
Estaba boca abajo, junto a Kiran. Se había golpeado varias veces la cabeza y todo le daba vueltas.

¿Qué a pasado? —gruñó, agarrándose la nuca.

Kiran se tambaleó hasta el exterior del carro sin responder. Neil lo siguió. El carro estaba volcado hacia un lado, y una de las ruedas traseras estaba destrozada.

Ha chocado contra una roca —comentó un guardia real.

Pues debió de ser una roca muy dura aquella —le respondió el rey, encogiéndose de hombros—. ¿Y ahora qué?

Un par de guardias dicen haber trabajado como carpinteros, y uno de los carros de detrás tiene los materiales necesarios para construir una nueva llanta. Pero sus acompañantes deberán de quedarse aquí toda la noche hasta que lo reparen, mi señor.

Kiran soltó un sonoro bufido.

No, eso es inaceptable. —El rey observó durante unos instantes la rueda, con un rostro analizante—. No parece que sea algo que se pueda arreglar con unos listones de madera —dijo con un suspiro—, pero no dejaré a mis invitados a merced del bosque. Acamparemos aquí. Todos —ordenó.

Los guardias no estaban muy convencidos con la decisión de su rey, pero obedecieron. Neil echó un vistazo a su alrededor. Se trataba de un claro en mitad del bosque, rodeado de árboles por todas partes y bordeado por el camino real. El suelo estaba cubierto de hierba y arena, y por los árboles subía una gran cantidad de hiedras y musgo.

Tardaron varias horas en levantar el campamento. Había una tienda de campaña para cada pareja de guardias y aún así sobraba espacio antes de llegar a los árboles. Por entre las ramas se filtraba la blanquecina luz de la luna llena, aún muy baja en el horizonte y casi invisible tras la flora.

Neil pasó la noche en una de las tiendas, junto a Kiran.
Se despertó al escuchar el suave sonido de la tela contra la hierba. El rey entró adentro, con unas ropas de terciopelo azul distintas de las que había llevado durante el viaje.

Espero no haberos despertado —dijo.

«Es todo un halago que te hayas tomado la molestia en fingir que te importamos», pensó Neil.

Tranquilo —le respondió Kiran, aún con los ojos cerrados—, rara vez consigo conciliar el sueño.

Un rasgo imprescindible para cualquiera que trabaje para un rey. Me alegra saberlo.

Yo sí que me había dormido. —Neil se incorporó—. Pero le alegrará saber que lo que realmente me despertó no fueron las palabras de su Majestad, sino su majestad al correr las cortinas —dijo con una sonrisilla.

¿Y cuál se supone que es ese trabajo? —Kiran agarró la mano de Neil y se puso en pié—. Su Majestad me ha traído aquí, de camino a Antivas, sin ningún tipo de aviso y sin saber que es lo que desea de mí. Si es para la guerra para lo que me quiere, ha venido a buscar a la persona equivocada. Llevo años retirado —mintió—. Ahora soy herrero, fabrico armas y allá cada cual con lo que haga con ellas.

Lo que quiero de ti no tiene nada que ver con la guerra. También sé que no eres herrero. —Kiran apartó la vista un momento, y Neil casi se echar a reír ante la situación—. Pero como te digo, no es para eso para lo que te necesito, por lo que no hace falta que mientas. —Faendar se frotó la barbita canosa—. Es justo que quieras conocer la razón por la que vas a ir a Antivas, y esperaba poder hablar contigo sobre ello hoy en el castillo. Pero según parece, los dioses han creído oportuno que pasemos toda la maldita noche a la intemperie —escupió—. Salgamos afuera, te lo explicaré todo. Bardo, ¿vienes con nosotros?

Neil ignoró no haber notado la indiferencia que el rey mostraba continuamente hacia él.

Sus deseos son órdenes para mí, su majestad —dijo con una sonrisilla ladeada.

La luna estaba ya muy alta; fuera del claro los árboles tapaban la mayor parte de su luz.
Avanzaron por el bosque con tranquilidad, y se detuvieron junto a un bellotero trepador recubierto de hiedras por toda su corteza. Junto al árbol se agitaban tímidamente las aguas de un pequeño lago.

Se acercan tiempo malos, Kiran. —Faendar se sentó junto al árbol. Neil y Kiran lo acompañaron, cada uno a un lado de él.

Lo sé, su majestad. Todo el mundo lo siente —respondió Kiran.

La gente lo siente; yo lo sé. El idiota de mi sobrino intenta arrebatarme unos reinos que no puede controlar, Pico Nevado me jura lealtad mientras espera a la mínima oportunidad para clavarme un puñal por la espalda, y esa estúpida señora del Lecho de Rosas no ve más allá de sus jardines y sus flores. Y mientras, en las Tierras del Rey, la capital patas arriba, la guardia real desestructurada y una guerra civil a medio cimentar en los arrabales. —Faendar se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. No hacía ningún tipo de calor, es más, la hierba estaba mojada y olía a humedad.

Neil sabía a qué se refería el rey. Cuando las guerras asolaban las ciudades nadie se paraba a preguntar los ideales que cada habitante antes de desenvainar la espada. La gente de Antivas sabía que podía darse por muerta si la ciudad fuera asediada con éxito.

Yo he visto las preocupaciones del pueblo —inquirió Neil—, hace mucho desde la última guerra, nadie está preparado para pelear. Los antiguos guerreros están demasiado quemados, y los nuevos no hacen sino ensalzar a una guardia real ya suficientemente torpe de por sí. La gente lo sabe, se da cuenta de que las cosas no van bien; y cuando eso ocurre, el pueblo lucha por un cambio en el sistema, sea o no la solución al problema. Y en esta situación, todos saben qué hacer para cambiar el sistema...

Unirse a la guerra civil —continuó Kiran—. Entiendo el punto, ¿pero qué tiene eso que ver conmigo? Yo no soy un político. No puedo cambiar nada.

No eres un político, pero te equivocas; tú eres el más indicado para cambiar la situación. —El rey se levantó, algunas hojas secas crujieron en el suelo—. Con la disciplina adecuada el ejército se puede reorganizar, bajo las condiciones propicias los enemigos pueden ser aliados y las guerras se pueden ganar, pero no entre caos. Ni el mayor de los ejércitos de Lanaeda podría combatir con los enemigos del exterior mientras libra una batalla contra su propio pueblo. De momento la guerra civil no es más que un puñado de riñas y escaramuzas sin importancia, y tú serás el encargado de que siga siendo así. De ahora en adelante formarás parte de mi consejo, puedes llamarme Faendar.

Su majestad... no estarás diciendo eso en serio, ¿verdad? Ni siquiera soy noble, no sé que tipo de consejo podría dar.

«Creo que ahí está el asunto, Kiran», Neil amagó una sonrisilla. «No eres noble».

¿Y de qué me sirve un consejo lleno de nobles incapaces de ver más allá de su ombligo? —Faendar frunció el ceño—. El contable escucha a los viajeros, a los comerciantes y a los nobles; el informador escucha a las putas, a los mendigos y a las sombras; y el Gran Clérigo escucha a los dioses. ¿Y quién escucha al pueblo? ¿Quién me presentará sus ruegos y súplicas y evitará que formen una guerra civil?

Kiran se levantó y observó el lago con solemnidad. Neil se fijó en su reflejo en el agua: tenía el ceño fruncido, la boca deformada en una mueca y sus iris rojos radiaban en la penumbra.

La gente nunca me escuchará, nunca me respetará. —Kiran observó durante unos instantes a un búho en un árbol, a lo lejos—. Aún hay mucha gente que me llama desertor, otros cazador de brujas, y los hay que simplemente me llaman monstruo.

La gente se muestra recelosa hacia lo diferente y lo extraño. Pero no temas, te ganarás ese respeto.

Cómo, ¿mediante la amenaza y la espada? —Preguntó Kiran.

No, a eso se le llama miedo. La gente también desea ser escuchada. Dale al pueblo lo que quiere, y te ganarás su respeto y su gratitud.

¿Y si me niego? —dijo Kiran, con una voz que casi era un susurro.

«Negarse no es una opción cuando se trata con un rey», pensó Neil.

Faendar cambio su peso de una pierna a otra.

La pregunta es: ¿te negarás?

Quizá —le respondió—. La vida del consejo del rey en tiempos de guerra suele ser muy ajetreada. Y muy corta.

Bueno, soy tu rey —dijo Fanedar—, podría ordenártelo.

Y yo sería tu consejero, podría darte malos consejos. —Kiran se encogió de hombros.

Faendar soltó una carcajada.

Sabía que no sería fácil convencerte —dijo entre risas—, y por eso pensé en un trato que también te favorezca a ti. —Faendar sacó un pergamino enrollado de su cinturón y le echó un vistazo rápido—. Según veo, Kiara de Elias está encerrada en el Nido desde los... vaya, desde los diez años. Casi ni tuvo oportunidad de ver el mundo. ¿No sería maravilloso que por fin gozara de libertad para ir adonde quisiera?

Kiran giró la cabeza nerviosamente.

¿Sería eso posible?

Cuando haya probado tu lealtad y tu trabajo, será libre bajo las leyes de la magia fuera del Nido. Tienes mi palabra.

Kiran carraspeó.

Lo tenías pensado desde el primer momento, ¿no es así?

Soy rey. Sé muy bien que nadie hace nada por caridad.

sábado, 8 de septiembre de 2012

El Vuelo del Fuego. 3



3
Soles caídos

...la gente del sur esperó, esperó y esperó. Las mujeres rezaban, los hombres ofrecían sacrificios a sus dioses. Pero de nada sirvió. El otoño llegó, para nunca más marcharse.

«Estaciones». Jenyne Feylon.

En el barrio del mercado resultaba difícil el simple hecho de ir de un lado para otro. Todo era caótico. Las estrechas callejuelas estaban tan abarrotadas de gente y de puestos de venta que Kiran pensaba que si seguían llegando personas, llegaría un momento en el que no habría espacio para caminar siquiera.

El suelo estaba cubierto por una capa de hojas rojizas y anaranjadas, provenientes de los árboles del interior del pueblo y también de algunos exteriores, del bosque Hojasangre. Este comenzaba en las Tierras Centrales y recorría desde Antivas hasta el sur, hasta bien entradas las Tierras del Otoño. Recibía su nombre de las reinas rubí, los árboles que poblaban gran parte del bosque. El color natural de sus hojas debía de ser verde intenso, muy saturado; pero el otoño les daba un color rojizo que se iba muriendo una vez estas caían del árbol, lo cual no llevaba demasiado tiempo. Kiran había recorrido un buen trecho en él hasta llegar a Inda, y muchas otras veces antes.

La calle quedó inundada por el sonido intermitente de los cascos un animal chocando contra el suelo. La multitud abrió paso para un jinete que montaba a trote sobre una yegua baya. La montura tenía las crines y la cola blancas como la nieve.
Se trataba de Leistor de Inda, el mensajero local del pueblo. Vestía un jubón de tela sencillo y un capote a la espalda. Cargaba con una mochilita de cuero en la que llevaba todas las cartas, que tampoco eran muchas; los pocos mensajes que Leistor transportaba eran entre los propios habitantes del pueblo que, por una razón o por otra, no podían decirse lo que fuera en persona. Para mensajes a lugares más alejados, la mayoría de la gente solía preferir el uso de palomas, ya que eran veloces, más discretas, y de ser necesario, más difíciles de cazar que una persona.

Kiran se detuvo junto a un puesto de bollos. En el mostrador, colocadas de un extremo a otro, había una gran cantidad de apetitosas y humeantes tentaciones de pan.

¡Bollos de pan, los más deliciosos del reino! —anunció a gritos el encargado del puesto, un tipo regordete y medio calvo, mientras sacaba otra bandeja para reponer la mercancía—. ¡Acérquense y véanlo por ustedes mismos! ¡Nada tienen que ver con esas insípidas piedras marrones que los vendedores de la capital fabrican sin cariño alguno, no señor!

El Cuervo sacó unas monedas cuadradas de su cinturón y compró un bollo. Eligió el más grande y harinoso de todos. Tenía forma semiesférica con un color marrón claro, por dentro estaba relleno de natillas y desprendía un humillo apetitoso en el ambiente.

Caminó entre la multitud, buscando a Neil con la mirada. Había llovido la noche anterior, y a causa de la humedad, las hojas que cubrían el suelo provocaban un sonido agudo al ser aplastadas, salpicando algunas gotitas de agua: chap, chap, chap. Se comió el bollo rápidamente, de apenas cuatro o cinco bocados.

El bardo estaba junto a un puestecito que parecía carecer de interés para la mayoría de la gente que pasaba junto a él. Sobre las paredes de tela del interior del puesto, habían colgados algunos instrumentos de viento y percusión. Flautas dulces, algunas dulzainas, oboes, cuatro timbales, un par de castañuelas y la pieza maestra: un enorme piano de cola de color madera, más alto que el propio vendedor. Habría hecho las delicias de cualquier bardo. O por lo menos, de cualquier bardo rico.

¿Pero cómo no va a quedar ni un solo laúd en todo el puesto? Es ridículo —vociferó Neil. Agitaba los brazos con tanta intensidad que por poco la boina no se le cayó al suelo.

La demanda de laúdes ha sido mucha en los últimos días, mi señor. Desde que se supo que la carroza del rey Faendar pasará por aquí todo esto se ha llenado de idiotas deseosos de convertirse en los juglares particulares de la familia del rey. Es más, echad un vistazo a la tienda, ¿por qué creéis que nadie se para a comprar aquí? Últimamente todos los clientes se paran, preguntan si quedan laúdes, y cuando les respondo que no, se encogen de hombros y se van. Esto es un puesto de venta de instrumentos musicales, no solo de laúdes.

Neil suspiró. Había recorrido todos los puestos y tiendas del pueblo en busca de un laúd, pero había resultado inútil. ¿Y ahora qué iba a hacer? Toda la ciudad se había llenado de idiotas deseosos de hacerse de oro a costa del rey, y pretender trabajar como bardo sin un instrumento era como intentar ganar una guerra a puñetazos. «Y ni siquiera les servirá de nada. El rey pasará de largo sin detenerse en el pueblo y mucho menos se va a poner a escuchar como toca una decena de juglares codiciosos», pensó. «Si al menos esa maldita Yiluna no hubiera destrozado mi instrumento...».

¿El rey va a venir a Inda? —preguntó el Cuervo de ojos rojos, acercándose a Neil.

De hecho pasará por aquí hoy mismo, mi señor —le aclaró el mercader—. Pero no esperéis gran cosa. Solo viene de paso hacia Antivas. Llegará, saludará con la mano desde el carro, y seguirá su camino.

¿Ni siquiera se detendrá? —Kiran no entendía la razón visitar Inda con el único propósito de pasar de largo, cuando con un pequeño rodeo podría seguir su camino hacia la capital sin necesidad de poner patas arriba el pueblo entero. «Cosas de reyes, cosas incomprensibles», pensó.

Viendo como está el panorama, casi deberíamos dar las gracias porque no nos escupa desde el carro. —El bardo se encogió de hombros—. Ven, Cuervo. Creo que he visto un puesto de sombreros mientras veníamos por allí. Aunque creo que no debería de derrochar mucho dinero hasta no conseguir una nueva herramienta de trabajo.

«Pues debes de estar tomándotelo muy en serio», pensó Kiran. Neil le había pagado la comida el día anterior, pero también se las había arreglado para quedarse en su habitación de la posada para pasar la noche. Durmió en el suelo, sí, pero durmió gratis.
Por la mañana juró a Kiran que se lo pagaría tocándole una canción. Él respondió diciéndole que si su canción no era de oro y se llamaba «estio» no era ninguna clase de pago, aunque el bardo insistió. De un modo u otro, no habría ninguna canción por el momento.

De pronto comenzó a lloviznar. Frías y diminutas gotitas de agua cayeron del cielo nublado. Poco a poco, despacito y a pies tortuga, los adoquines iban quedando inundados por estas, formando pequeños islotes entre un mar de lluvia.
A pesar de ello, el mercado solo abría una vez a la semana, y sin contar siquiera los días festivos. Habría hecho falta una auténtica tempestad para hacer que los pueblerinos abandonaran sus compras. Por eso le resultó tan raro a Kiran el ver a la gente amontonarse al fondo de calle. Los viandantes se miraban, cuchicheaban un poco, y se dirigían hacia la multitud que cubría la zona este, como si algún tipo de espectáculo callejero se estuviera realizando allí.

Neil le preguntó que por qué estaría toda esa gente allí reunida, a lo que el Cuervo respondió encogiéndose de hombros y diciendo que probablemente solo estarían observando algún puesto interesante a las afueras del mercado.
Pero en ese momento escucharon el alarido de una chica, unos gritos de clemencia, tras lo que se lanzaron corriendo hacia la multitud.

Estaban frente a una casa a las afueras del mercado. Dos guardias vestidos con capas con los colores dorados de Antivas y unos soles bordados en la tela sujetaban a un hombre mayor. El anciano tenía unos grilletes en las manos y había sido lanzado sobre los adoquines de una patada.
Un tercer guardia salió del interior de la casa, sujetando unas figuritas de porcelana que, posteriormente, arrojó contra el suelo, destrozándolas. Vestía la capa dorada de Antivas y llevaba el brazo derecho al descubierto, mostrando el tatuaje de una espada que le recorría por completo desde el hombro hasta el dorso de la mano. Sus cabellos eran castaños y ondulados.

Ese que acaba de salir del edificio es Estor Zasey —dijo Neil en voz baja—. Lo vi cuando estuve en la capital, hace ya bastante tiempo. Es el capitán de la guardia del rey. Mira, ese tatuaje que lleva en el brazo representa que él es la espada que el rey blande.

Sé perfectamente quien es, Neil. Si el rey dice «descansa», la espada se envaina. Si el rey dice «mata» la espada mata. Eso es Estor Zasey. Una herramienta a las órdenes del rey. Un arma incapaz de actuar por sí misma. —Kiran cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra—. Debe de haber venido aquí para asegurarse de que todo está en orden antes de que el rey pase por aquí. Quiere decir que su carro llegará pronto.

La Espada estrelló las últimas figuritas de porcelana contra el suelo. Una chica joven, de cabellos rubios y lisos salió de la casa y se arrodilló ante él.

Por favor, mi padre está muy mayor, no sabe lo que hace. Por favor, mi señor, perdonadle, os lo suplico, por favor —dijo apresuradamente entre sollozos.

¿Ves esa basura? —Estor Zasey señaló a los fragmentos de porcelana esparcidos por el suelo—. Tu padre estaba llamando a la ira de Los Cinco adorando a esos dioses falsos.

¿Dioses falsos? —Bramó el anciano arrodillado—. ¡Esos son mis dioses! ¡Los que yo elegí! ¡Los que mi familia eligió hace lustros! —A pesar de su edad, vociferó tan alto que hasta la gente de las calles más lejanas pudieron oírle—. Tessianea, Anais, Paris, Sazeh, Divela; ¡escupo sobre todos vuestros asquerosos dioses sureños!

Padre, no por favor, ¡cállese! —dijo la chica. Uno de los guardias tendió una enorme hacha de doble filo a La Espada, y tras ello, la niña se echó a llorar. Como si realmente los cinco dioses hubieran estallado de ira, el cielo se oscureció y la discreta lluvia otoñal se tornó en una sonora tormenta. Los vientos huracanados mecían descuidadamente las ropas de la chica, y los rayos y truenos sonaban con un estruendo tal, que la hacían estremecerse bajo el húmedo abrazo de las nubes. Y al final, ni siquiera podía distinguir sus propias lágrimas de la lluvia.

Esta es tu última oportunidad, anciano —advirtió La Espada, apoyando su enorme hacha sobre el cuello del padre de la chiquilla—. ¿Aceptas a Los Cinco en tu corazón como los únicos dioses existentes, y te disculpas ante ellos por haber podido provocar su ira?

Sí, padre —sollozó la chica—. Por favor...

El anciano escupió a Estor en la cara.

Eso será lo único que consigas que salga de mi boca, Espada.

La Espada se limpió la cara con la manga y levantó despacio el hacha. Su cara permaneció inmóvil, sin responder a la provocación del anciano.

En ese caso yo, Estor Zasey, como capitán de la guardia y Espada del rey Faendar Zasey, en nombre de todos los habitantes de Lanaeda y por la gracia de los dioses, te condeno a morir.

Y el hacha descendió con un movimiento limpio y veloz. La multitud gritó, y la chica cerró los ojos creyendo haber escuchado un trueno.
Pero no había sido eso.

Los guardias recogieron el cuerpo y la cabeza del suelo con velocidad. La hija del anciano comenzó a llorar y a gritar, y también se la llevaron.

Que esto sirva de ejemplo para todos los que estáis aquí —vociferó La Espada hacia la multitud, alzando los brazos y tendiéndole el hacha a uno de los guardias con capa dorada—. La guardia real no permitirá que se incite la provocación de la ira de los dioses, y mucho menos cuando su majestad está camino del pueblo. A ese anciano se le han dado muchas oportunidades de rectificar, pero quizá la próxima vez no se os plazca con ese beneficio; más os valdría recordarlo. Y ahora dispersaos, el espectáculo ha terminado.

La tormenta amainó al cabo de unos pocos minutos. Kiran y Neil caminaban por las calles del pueblo mientras sonaban las doce campanadas del mediodía. Ninguno de los dos dijo nada sobre la escena del mercado. No era necesario. Incluso para dos personas casi desconocidas como ellos dos, era fácil conocer la opinión del otro en un situación como esta. Poca gente era dada a los asesinatos a sangre fría.

Llegaron al barrio residencial. Se detuvieron junto a la calle principal de Inda, la única que cruzaba directamente desde la entrada hasta la salida del pueblo. Era algo más espaciosa que el resto de calles, aunque no demasiado.
Un hombre calvo vestido con un jubón claro se encargaba de vallar el camino central de la calle con unas cuerdas atadas firmemente entre edificios, árboles, verjas, y cualquier superficie resistente. Poco a poco, la gente fue amontonándose tras ellas, y con el paso de no mucho tiempo, se formó una cola de personas que llegaba hasta los barrios exteriores. Todos vociferan con entusiasmo. Unos gritaban de impaciencia, otros alzaban elogios, y un grupo de jóvenes cerca de un puestecito lleno de calderos y ollas de metal gritaban insultos a toda voz.

Y finalmente llegó con la primera campanada de la tarde, bajo la envolvente música metálica de las herraduras de los caballos e inundado bajo los alaridos de los pueblerinos.

El portón de madera que servía de entrada al pueblo se abrió de par en par, crujiendo la madera y las bisagras por igual. A través de él entraron una incontable cantidad de soldados con capas doradas montados a caballo. Después, a ritmo muy lento, pasaron cuatro carros cubiertos con sedas rojas y elegantes, adornadas con algunos punteos de hilo azul y con el sol dorado de Antivas bordado en ellas. Del tercero de los carros asomó un hombre con la cabeza coronada. Tenía un largo y elegante cabello canoso y estaba afeitado a conciencia. El rey saludó cortésmente desde su transporte, y volvió a meterse dentro.

La gente se lo tomó como si se tratase de una cabalgata, y realmente la situación se prestaba a ello. Probablemente los jinetes de la guardia real solo caminasen más lentos que los propios carros a los que protegían. Cualquier otro caballo a trote los hubiera podido adelantar; en otro momento, por supuesto, ya que entonces la calle estaba cortada hasta que el rey y sus más de doscientos escoltas hubieran avanzado hacia el norte. O al menos se supone que deberían de haber habido más de doscientos escoltas, porque en ese momento Kiran no veía nada más que unos diez guardias reales al norte de los carros y otros diez al sur. No quedaba ni rastro del primer grupo que había entrado por el portón hacía un rato.

El Cuervo se fijó en los jóvenes que habían estado lanzando insultos entre la multitud. Se abrieron paso a toda prisa y violentamente pasaron por encima de la cuerda. Esta vez, fuera del gentío, se les podía ver con claridad. Vestían unos cueros protegiéndoles algunas zonas específicas del cuerpo. Brazaletes, pecho, grebas; pero carecían de una protección completa. Llevaban la cara envuelta con unos pañuelos negros que solo dejaban al descubierto sus ojos.

Kiran echó un vistazo a los guardias reales. «Demasiado lentos», pensó, «son tan lentos que aún ni se han dado cuenta de lo que está pasando, y para cuando lo hagan serán demasiado lentos para actuar». Sin pensárselo, pasó sobre la cuerda de un salto y se dirigió corriendo hacia los carros. Neil, sin saber por qué, le siguió lo más rápido que pudo.

¡Soles blancos! —gritaron los jóvenes rebeldes, mientras sacaban sus armas y se dirigían hacia el carro del rey.

Kiran y Neil recogieron unas ollas del puesto que había tras la cuerda norte. Kiran contó que debían de ser unos diez rebeldes en total. Uno de ellos, un tipo enorme con un mandoble más grande aún, mató a los caballos del carro del rey de un par de tajos. La multitud gritó y se alejó a toda prisa, pisoteándose los unos a los otros. Otro rebelde fue a clavar un estilete en la tela del carro, pero Kiran lo tumbó de un golpe en la cabeza con la olla. El Cuervo fijó sus ojos rojos en otro de los rebeldes y esquivó con facilidad un par de tajos horizontales, después le agarró el brazo y le desencajó la muñeca de su mano dominante. Neil paró un golpe vertical con su olla, después, como si de una enorme maza se tratase, la ondeó sobre su cabeza y golpeó con brutalidad en la tez de su enemigo.

La guardia real llegó rápidamente, para sorpresa de Kiran. Acabaron sin problemas con el resto de jóvenes e inexpertos rebeldes y estrecharon las manos del bardo y el Cuervo en agradecimiento por su ayuda. Solo los dioses sabían que hubiera pasado si ellos dos no hubieran intervenido, aunque era fácil imaginarlo.

¿En qué demonios estabais pensando? —vociferó el rey Faendar Zasey, con su carro aún detenido y dirigiéndose a su guarida real—. Esos rebeldes igualaban en número a mi escolta personal. Podían haberme matado a mí y mi familia y aún les hubiera sobrado tiempo para beberse todo mi vino antes de escapar. ¿Dónde infiernos está el resto de mi guardia real?

P... parece ser que su Espada les requería para un asunto de vital importancia, su... su majestad —dijo uno de los tipos con capa dorada, visiblemente nervioso y tartamudeando, con una voz tan aguda que Kiran llegó a dudar de que fuera una mujer.

P, p, p, p, parece ser que eres tan estúpido que tu madre ni siquiera te enseñó a hablar decentemente —bramó el rey, burlándose del guardia—. ¿Vital importancia? ¿Qué es más vital que la propia vida del rey, si puede saberse? ¿Es que acaso estoy rodeado de idiotas incapaces de comprender que ha estallado una guerra civil y que el reino está lleno de imbéciles que me quieren muerto? —El rey se llevó las manos a la cara y suspiró, tornando su voz en una que parecía contener un infinito cansancio—. Estoy rodeado de inútiles. Traed otros dos malditos caballos y vayámonos de aquí cuanto antes. —Faendar Zasey miró a Kiran, que había permanecido arrodillado junto a Neil desde que él bajara de su carro—. Tú, el de los ojos rojos, alza la cabeza —ordenó—. ¿Tú eres Kiran de Elias, no es así?

Así es, su majestad —asintió Kiran.

Cuantísimo tiempo, Kiran de Elias. —Faendar sonrió—. Bien, ve a la posada de mala muerte donde quiera que te hospedes y recoge tus cosas, vienes conmigo a Antivas. Ya habrá tiempo para hablar allí. Date prisa, no quiero quedarme en este pueblo ni un minuto más del necesario. Que tu compañero venga también si lo desea.

Kiran estaba confuso. ¿A qué venía eso? ¿Por qué de repente el rey había pasado de saludarle a pedirle que lo acompañara a la capital? No se le había perdido nada en un sitio como ese, pero el Cuervo sabía que los reyes eran personas muy caprichosas, y oponerse a sus deseos algo muy estúpido.

Pero... ¿por qué, su majestad?

El rey se encogió de hombros.

¿Acaso tienes algo mejor que hacer con tu vida? —le preguntó.

Kiran no respondió. Se dio media vuelta y fue a la posada a buscar sus pertenencias.