domingo, 18 de noviembre de 2012

La voz del pueblo - II


II

Un montón de huesos. Olía a cieno, a estiércol, a un montón de olores nauseabundos. Y a muerte.
Kiran había perdido cualquier tipo de escrúpulo hacía tiempo. Metió la mano en la pira y observó con detenimiento varios cráneos diminutos. La montaña de miembros descompuestos centelleaba dorada bajo la luz del crepúsculo.

El cuervo se mostraba cada vez más atento en su tarea, más preocupado a cada segundo. Miraba la siniestra esfera blanquecina y le daba vueltas, nervioso. Observó un húmero, un costillar, unas falanges de extrañas formas.
Y entonces vio un cuerno partido, y su preocupación desapareció por completo.

Cabras. Al final solo eran cabras. Aquí debía de ser a donde los campesinos traían al ganado muerto. Un sitio lo bastante alejado del pueblo como para no molestar a nadie con su olor y su podredumbre.

Kiran tenía las ropas manchadas de fango hasta casi el cuello. Había tenido que adentrarse mucho en la ciénaga, y aún no había encontrado ningún rastro de los chiquillos desaparecidos. ¿Pero cómo era posible que hubieran desaparecido tantos niños y no hubieran dejado ningún tipo de rastro tras de sí?

Se agachó, frotó entre sus dedos un extraño polen blanquecino, y descendió de nuevo hasta el lodazal. El barro volvía al Cuervo torpe y lento, y retrasaba aún más la exploración del interminable cenagal. Debía de darse prisa; pronto se haría totalmente de noche y para entonces debía de haber regresado al pueblo. En la oscuridad, los cocodrilos eran unos animales a los que se les debía de tener mucho respeto. El hechicero del que Dodrain le había hablado echó a los monstruos, pero debió olvidarse de los animales peligrosos.
Cuando regresara al pueblo, tendría que dar la mala noticia. Ocho días y ocho noches. Mucho tiempo. Demasiado.

Escaló por unas hiedras; el suelo estaba cubierto de musgo. Pasó por un estrecho camino entre dos árboles, vadeó un pequeño humedal y cruzó otro lodazal por encima de un tronco estratégicamente derrumbado.

Escaló el tronco de un árbol, trepó por las ramas, se balanceó de una a otra y subió a la copa. Pudo divisar el pueblo, no muy lejos al noreste. Anochecía.
Se resbaló sobre la humedad de unas hojas al descender. Cayó de bruces sobre el suelo y pudo ver algo frente a sus ojos, sobre la hierba, era blanco y diminuto. Debía de ser algún tipo de polen, y al parecer dejaba un rastro a lo lejos.

Se incorporó, cruzó entre dos pequeñas cabañas y llegó finalmente al pueblo. No le gustaba lo que tocaba ahora. «Las malas noticias no son buenas.»
Kiran observó un fino grano de color blanco sobre la hierba. Lo mismo de antes. Se agachó.

—Esto es... ¿pan?

—Cuervo.

Kiran se volvió. Frente a él se encontraba una mujer morena, algo entrada en años y metida en un vestido azul muy largo. La recordaba; era aquella mujer valiente de la reunión, aquella más valiente que el alcalde. Decía llamarse Balautena.

—Señora —respondió.

—Por tu cara supongo que no has encontrado nada en ese cenagal asqueroso —dijo la mujer.

—Estás en lo correcto. No te preocupes, mañana a primera hora reemprenderé la búsqueda. Hoy el sol estaba demasiado alto cuando comencé. No pierdas la esperanza.

—La esperanza es el consuelo de los inútiles —respondió Balautena—. Esta ciénaga es demasiado grande y demasiado difícil de transitar como para ir dando palos de ciego. Si por el alcalde se tratara, a nuestros hijos les podíamos ir dando entierro, porque en la puta vida los íbamos a hallar.

—Y deduzco por tus palabras —dijo Kiran— que tú tienes algo que contarme que podría ayudarme en todo esto.

—Sí. Conmigo, Cuervo; hablaremos en mi hogar más tranquilamente. Ya ha sido suficiente, ya es hora de que la voz del pueblo sea escuchada.  

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