II
Un
montón de huesos. Olía a cieno, a estiércol, a un montón de
olores nauseabundos. Y a muerte.
Kiran
había perdido cualquier tipo de escrúpulo hacía tiempo. Metió la
mano en la pira y observó con detenimiento varios cráneos
diminutos. La montaña de miembros descompuestos centelleaba dorada
bajo la luz del crepúsculo.
El
cuervo se mostraba cada vez más atento en su tarea, más preocupado
a cada segundo. Miraba la siniestra esfera blanquecina y le daba
vueltas, nervioso. Observó un húmero, un costillar, unas falanges
de extrañas formas.
Y
entonces vio un cuerno partido, y su preocupación desapareció por
completo.
Cabras.
Al final solo eran cabras. Aquí debía de ser a donde los campesinos
traían al ganado muerto. Un sitio lo bastante alejado del pueblo
como para no molestar a nadie con su olor y su podredumbre.
Kiran
tenía las ropas manchadas de fango hasta casi el cuello. Había
tenido que adentrarse mucho en la ciénaga, y aún no había
encontrado ningún rastro de los chiquillos desaparecidos. ¿Pero
cómo era posible que hubieran desaparecido tantos niños y no
hubieran dejado ningún tipo de rastro tras de sí?
Se
agachó, frotó entre sus dedos un extraño polen blanquecino, y
descendió de nuevo hasta el lodazal. El barro volvía al Cuervo
torpe y lento, y retrasaba aún más la exploración del interminable
cenagal. Debía de darse prisa; pronto se haría totalmente de noche
y para entonces debía de haber regresado al pueblo. En la oscuridad,
los cocodrilos eran unos animales a los que se les debía de tener
mucho respeto. El hechicero del que Dodrain le había hablado echó a
los monstruos, pero debió olvidarse de los animales peligrosos.
Cuando
regresara al pueblo, tendría que dar la mala noticia. Ocho días y
ocho noches. Mucho tiempo. Demasiado.
Escaló
por unas hiedras; el suelo estaba cubierto de musgo. Pasó por un
estrecho camino entre dos árboles, vadeó un pequeño humedal y
cruzó otro lodazal por encima de un tronco estratégicamente
derrumbado.
Escaló
el tronco de un árbol, trepó por las ramas, se balanceó de una a
otra y subió a la copa. Pudo divisar el pueblo, no muy lejos al
noreste. Anochecía.
Se
resbaló sobre la humedad de unas hojas al descender. Cayó de bruces
sobre el suelo y pudo ver algo frente a sus ojos, sobre la hierba,
era blanco y diminuto. Debía de ser algún tipo de polen, y al
parecer dejaba un rastro a lo lejos.
Se
incorporó, cruzó entre dos pequeñas cabañas y llegó finalmente
al pueblo. No le gustaba lo que tocaba ahora. «Las malas noticias no
son buenas.»
Kiran
observó un fino grano de color blanco sobre la hierba. Lo mismo de
antes. Se agachó.
—Esto
es... ¿pan?
—Cuervo.
Kiran
se volvió. Frente a él se encontraba una mujer morena, algo entrada
en años y metida en un vestido azul muy largo. La recordaba; era
aquella mujer valiente de la reunión, aquella más valiente que el
alcalde. Decía llamarse Balautena.
—Señora
—respondió.
—Por
tu cara supongo que no has encontrado nada en ese cenagal asqueroso
—dijo la mujer.
—Estás
en lo correcto. No te preocupes, mañana a primera hora reemprenderé
la búsqueda. Hoy el sol estaba demasiado alto cuando comencé. No
pierdas la esperanza.
—La
esperanza es el consuelo de los inútiles —respondió Balautena—.
Esta ciénaga es demasiado grande y demasiado difícil de transitar
como para ir dando palos de ciego. Si por el alcalde se tratara, a
nuestros hijos les podíamos ir dando entierro, porque en la puta
vida los íbamos a hallar.
—Y
deduzco por tus palabras —dijo Kiran— que tú tienes algo que
contarme que podría ayudarme en todo esto.
—Sí.
Conmigo, Cuervo; hablaremos en mi hogar más tranquilamente. Ya ha
sido suficiente, ya es hora de que la voz del pueblo sea escuchada.
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