miércoles, 26 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - VI

VI

Los niños corrieron a los brazos de sus padres lanzando gritos, enérgicos saludos, abrazos, besos; algunos lloraban de pura alegría. Para sorpresa de los progenitores, los chicos no solo no habían sido dañados, sino que además algunos habían ganado peso y color en la piel; fruto de, para variar, una alimentación adecuada.

Sentado frente a una mesa con un candil y un puñado de papeles estaba Kiran, junto a Claudio, Balautena y Tonbery el alcalde. En una sillita se encontraba una niña de cortos cabellos pelirrojos; miraba al suelo, y no había dicho palabra alguna desde que llegaron.

—Ahora firme, don Tonbery —dijo Claudio—. Yo me he fiado de usted, ahora no me obligue a arrepentirme porque señor alcalde, si trata de volver a engañarme aquí va a pasar algo muy malo.

Kiran había escuchado al hechicero soltar multitud de amenazas desde que lo había conocido. Aunque no lo veía capaz de hacer daño a los niños, creía que, sin embargo, las amenazas hacia el alcalde sí debían de ser tomadas en serio.

—Sea razonable —pidió Balautena. Le había pedido muchas cosas desde que entraron en la cueva, pero el mago no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Llevarse a la niña no le servirá de nada, peor aún, tendrá una boca más que alimentar. Entre todos tenemos algún buen dinero ahorrado, tenemos cabras, vacas... Por favor, don Claudio. —Balautena había empezado a llamar ''don'' al hechicero recientemente.

—Doña Balautena —Claudio se levantó de la silla—. Observe mi aspecto. Cuando ve mi cara, mi ropa andrajosa, mi espesa barba... ¿Qué es lo que ve?

Balautena calló durante unos instantes.

—Un mago —dijo—, y... una buena persona, en el fondo.

El hechicero soltó una aguda carcajada.

—No conseguirá nada adulándome, señora. Tan solo que la gente de por aquí le empiece a perder el respeto, todos sabemos que puede hacer más que eso. Vamos dígame, ¿qué ve?

—Un mendigo —dijo el alcalde, aunque nadie le había preguntado.

—¡Muy bien! —exclamó Claudio con una sonrisa—. El alcalde lo ha adivinado. Eso es lo que ve la gente en mí, y lo mismo que usted, doña Balautena, vio en mi cara la primera vez que pasé por el pueblo. Pero en realidad soy mucho más que eso, soy un superviviente; y lo soy porque no hago alardes de dinero, porque no voy mostrando mis habilidades a las grandes masas. Soy un superviviente, doña Balautena, porque nadie se fija en quien basa su vida en el vagabundeo, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Porque los mendigos son invisibles para todo el mundo.

—No sé adónde quieres llegar.

—Usted, doña Balautena, ¿podría querer a alguien invisible? ¿Pasaría su vida vagabundeando, con quien sabe que nunca podrá regalarle una casa preciosa como la que usted posee, o que nunca podrá entregarle un anillo de pedida? ¿Pasaría su vida con alguien excluido por la propia sociedad?

Balautena no respondió.

—Tal como me imaginaba —siguió Claudio—. La gente como yo está destinada a vivir sola. Todos los que aquí os encontráis os sorprenderíais de la sabiduría que atesoro, porque en realidad no soy un mendigo, recordad, soy un sabio, y tales son mis conocimientos que a la propia naturaleza soy capaz de pedirle su ayuda —el mago soplo hacia su mano y en la palma se le formaron unas diminutas gotas de agua—, y ella me la concede. La magia es un pacto con la naturaleza; ella te presta su energía y a cambio toma una poca de la tuya. Si eres egoísta y tomas demasiado puedes llegar incluso a morir. ¿Alguno de vosotros sabía esto?

—Yo —anunció Kiran, apoyado en la pared.

—Y tu destino no será muy distinto del mío. —Claudio volvió a sentarse—. Lo que quiero decir, doña Balautena, es que no quiero morir solo, nadie quiere hacerlo. No busco alguien a quien llamar hijo, eso es algo imposible para la gente como yo. Quiero tener una persona a la que transmitir mi sabiduría, mis conocimientos, a la que enseñar todo lo bueno que he encontrado recorriendo el mundo y quizás, quién sabe, algún día puede que hasta ganarme su amor.

—No te quito parte de razón, brujo. —Balautena hablaba muy rápido—. Sé que es injusto que no puedas llevar una vida normal por parte de esos malditos Cuervos; no te ofendas, Kiran. —El Cuervo se encogió de hombros—. Y veo lógico lo que quieres, pero lo que vas a hacer es inmoral, egoísta y solo traerá el mal a la niña. La vas a separar de sus padres y a llevártela en contra de su voluntad, vas a destrozarle la vida a una niña de apenas diez años.

—¿Ah, sí? ¿Y dígame, doña Balautena, cómo sabe usted eso? —Claudio señaló a la niña pelirroja con la mano—. Incluso si tiene razón, ¿se ha parado acaso a preguntárselo?

El golpe fue certero. Ninguno de los dos, ni el padre ni la madre, se habían parado a preguntarle su opinión a su propia hija, que al fin y al cabo iba a ser la principal afectada en todo esto.

—Cleore —Tonbery se acercó a su hija de un salto—, tú nunca querrías algo así, ¿verdad? Separarte de tus padres... ¿para qué? ¿Para irte con este vagabundo?

La niña calló.

—Cleore, ¿tú no...?

—Sí, vamos. —El mago se levantó de la mesa—. ¿Dile, chiquilla qué es lo que quieres?

—Papá... —La niña finalmente habló—. Quiero irme con Claudio.

Durante algunos segundos nadie dijo nada.

—¡No puede ser! —gritó Tonbery, que casi tiró la silla al suelo—. ¡Imposible! ¡La ha hechizado, el brujo la ha hechizado!

Kiran negó con la cabeza.

—La niña habla por su propia voluntad, doy fe —dijo.

—¡Bah, mentiras, mentiras y engaños todo! —gritó Tonbery—. ¿Qué sabrás tú, si no eres más que un Cuervo incapaz de hacer su trabajo? Que los dioses me fulminen si no estás conchabado con este puto vagabundo.

—Contrólese, alcalde —Kiran lo sentó de nuevo en la silla con un ligero empujón—, no olvide con quién está hablando.

—Cleore. —Esta vez fue Balautena quien se acercó a la niña, la chiquilla se toqueteaba los cabellos pelirrojos con nerviosismo—. ¿Por qué quieres irte? ¿Por qué una niña querría separarse de su familia?

—Don Claudio dice que tengo talento, mamá —respondió la chica—, ¿te lo imaginas? Yo, que he nacido en un pueblo de cabreros y matacerdos, ¿una hechicera? —Los ojos de Cleore se iluminaron—. Si me voy con él llegaré lejos, podré hacer lo que pocos pueden hacer en el mundo. Si me quedo... ¿Cuál será mi destino en el mejor de los casos? ¿Ser maestra en un pueblo tan pequeño que ni siquiera da para llenar un aula? Y además, mamá, no pretendo ser cruel, porque sé que me quieres y que harías cualquier cosa por mí, pero lo que tenemos aquí dista mucho de ser una familia.

—Su hija es muy madura para su edad, doña Balautena —dijo Claudio—. Ella misma ha escuchado todo lo malo de su vida futura, pero también ha sabido apreciar lo bueno que le traerá; porque esta vida también tiene muchas cosas buenas, cosas inmejorables.

—¿Madura? —musitó el alcalde—. Y una mierda. Vamos, vete, vete con él, pero hazme caso, haz caso a tu padre, ¡las tres torres será lo único que veas cuando los Cuervos os atrapen! ¡La Torre del Hechicero, el Nido de Cuervos y la Torre de la Dama! Espero que disfrutes mucho del paisaje, ah sí, y de tu compañero de viaje.

—Claudio dice que podré venir a veros siempre que pasemos por el reino —continuó Cleore—. ¡Dice que me llevará a ver el mundo entero! ¡Desde los bosques de cristal hasta los mares celestes! Yo siempre he querido ver esas cosas, papá, pero nunca he salido de esta diminuta aldea. Hablas de que corro el peligro de que me encierren, pero de hecho, ya estoy en una prisión. Con Claudio tendré libertad al fin, me lo ha prometido. Y si al final llegase el día en que me atrapen, en mi nueva prisión podría dedicarme a enseñar mi magia a gente que necesita aprender a controlarla, a muchas más personas de las que hay en este diminuto pueblo.

—La gente promete muchas cosas —le contestó su padre—, pero rara vez las cumplen.

Claudio soltó una risa ronca.

—Bueno —dijo—, eso sí que es irónico, señor alcalde.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - V


V

—Pues ya los has visto —dijo Claudio—. ¿Algún comentario?

El brujo y el Cuervo salieron de la cueva. La noche era espesa aún, y las estrellas se reflejaban en los pequeños lagos de agua y lodo.

—Que has sido sincero —respondió Kiran—. Esos niños probablemente estén mejor cuidados que en sus propias casas. Pero no es excusa para haberlos raptado.

—Ya hemos discutido sobre lo que es justo y lo que no hace un rato, Kiran. Hemos dejado cada uno claras nuestras exigencias y no tiene sentido seguir repitiéndose.

—Solo por curiosidad —Kiran tosió—. Ya sé donde están los niños, los acabo de ver con mis propios ojos y ninguna de tus ilusiones podría ocultarme el camino de regreso. Así que, ahora, ¿qué me impide entrar ahí y llevármelos a sus respectivos hogares sin hacerte el menor caso? Todo el mundo estaría de acuerdo en que sería lo justo.

—Tienes la mala costumbre de juzgar lo que es justo y lo que no. Quizás sea lo justo para los niños, que han venido aquí sin tener culpa de nada, los pobres, y yo mismo lo admito. ¿Pero donde estaría entonces la justicia para el timador, y para el pobre hechicero que ha sido engañado?

—¿Y qué más me dará a mí lo que sea justo o lo que no? Digo yo que no soy más que un mercenario a sueldo. Lo más fácil sería hacer eso. Lo más sencillo. Y puede que hasta lo más lucrativo.

—Porque tú eres más que un mercenario a sueldo. Porque si quisieras hacer eso ya me habrías matado hace un rato. —El mago se encogió de hombros—. Mira, Cuervo; no sé adónde quieres llegar, ni a qué viene que me saques este tema ahora. No sé si en verdad es que te has replanteado que te estás tomando demasiadas molestias cuando simplemente podrías recoger tu paga por el trabajo, ni que mierda te ronda por la cabeza. Pero ten algo claro: si tú también pretendes engañarme, puede que me mates, puede que cobres tu recompensa; pero te doy mi palabra de que de esa cueva saldrán muchos menos niños de los que entraron.

—Vamos, Claudio, deja de intentar imponer una falsa intimidación, tú mismo sabes que lo que les has hecho no es justo. Mira en esa cueva, los has cuidado y alimentado mejor que si estuvieran en sus propias casas. No les harías ningún daño.

—Pruébame —respondió el brujo—. Estoy harto de esta justicia corrupta de mierda.

—No habrá necesidad de probar nada. Solo estoy divagando, yo sí cumplo mi palabra.

Claudio sonrió.

—Una pregunta más —continuó Kiran—, ¿por qué en otra cueva? ¿Por qué no los escondiste en la misma en la que estabas tú?

—Porque, Kiran, no podía...

Kiran no llegó a saber qué era lo que Claudio no podía hacer.

—¡Matad al brujo!

Iluminaban la ciénaga como un sol. Debían de ser al menos quince personas, armadas con antorchas e instrumentos de agricultura que bien podrían servir para cazar a un demonio. Kiran no se había percatado de su presencia hasta que ya estaban demasiado cerca como para intentar hacer algo.

—¡El brujo, el brujo! ¡Matad al brujo! —volvieron a gritar.

—Nos han seguido —señaló Kiran, aunque no hubiera hecho falta que lo hiciera.

—Tienes buena labia, Cuervo. Haber si los convences de que den media vuelta. —Claudio convocó una bola de fuego en su mano, la miró durante unos instantes y la hizo desaparecer—. Por su propio bien. No pienso esperar a adivinar lo que tienen pensado labrar con esas herramientas.

—No. —Kiran desenvainó su espada—. Voy a hacer algo mejor. Vamos a terminar con esto esta misma noche, aquí y ahora.

El hombre con cara de envalentonado que lideraba la marcha sintió la espada del Cuervo en la sien.

—Ni un paso más —ordenó Kiran—. Bajad las armas y calmaos; entonces, si estáis dispuestos, hablaremos.

—Nada de eso, Cuervo —le respondió el hombre—. Todos sabíamos que de la escoria como los de tu clase no podíamos fiarnos. No nos asustan tus amenazas ni tus trucos de alquimia.

—Eso solo significa que he de esforzarme más —dijo Kiran.

Descendió su espada hasta el cuello del hombre, y apretó hasta que un reguero de sangre comenzó a descenderle hasta el jubón.

El tipo cayó al suelo, se tocó la herida y gimió.

—¡Me has hecho sangre! —Quiso gritar, pero no se atrevió a hacerlo.

—Pues ponte una tirita —le contestó Kiran.

—¡Ya basta, Cuervo!

El alcalde salió de entre la multitud. Llevaba una antorcha en la mano y una expresión en la cara que casi parecía denotar cierta valentía. Casi.

—Sabía que los de tu clase no eran personas de fiar —continuó—, pero desde luego no imaginaba que fueras a aliarte con un ladrón de niños. ¡Puede que incluso un asesino! Hice bien al no confiar en ti del todo; en darte un tiempo de prueba. Finalmente mis dudas han quedado confirmadas.

—Calla de una vez, escoria. El Cuervo es la persona más decente de cuantos hay aquí. —Claudio escupió—. Haces bien tu papel delante del pueblo, de pobre alcalde estúpido e impotente carente de culpa. Basura. ¡Que sepáis todos los aquí presentes, que si habéis perdido a vuestros hijos es porque vuestro alcalde tiene la lengua demasiado larga prometiendo pagos que no puede realizar!

El alcalde soltó una carcajada mientras negaba con la cabeza. Claudio lo agarró por el cuello del jubón.

—Viejo —dijo el mago—, cumple con tu deuda o te juro que...

—Te he dicho que nada de violencia —le susurró Kiran.

El alcalde se separó de Claudio, después se sacudió el jubón.

—¿Veis, mis buenos señores, los actos de estas personas quienes deciden echarme a mí, un hombre decente, la culpa de sus viles maldades? Secuestran, inventan, mienten, y en última instancia, amenazan —gritó—. ¿A quiénes creeréis, a estos rufianes? ¿O al que ha sido vuestro propio alcalde desde hace décadas?

—Yo no estoy exento de culpa, en parte —vociferó Claudio—, pero si vuestro alcalde hubiera cumplido su palabra, ya habríais visto todos a vuestros hijos.

El alcalde rió.

—No tienes pruebas —dijo—. No eres nadie, solo un mago vagabundo a quien nadie en su sano creería. Así que, pueblo de Lodendar, ¿cuál es el veredicto?

Claudio se inclinó hacia Kiran.

—Empiezo a verme tentando de hacer que le explote la cabeza, Kiran —susurró el brujo.

—¿Y qué hay de mí? —Con la discusión nadie se había fijado en que Balautena se había incorporado a la multitud—. ¿Mi palabra es de confianza?

Un hombre desconocido dio un paso al frente.

—Doña Balautena —dijo—, usted es una mujer de bien, nunca la he visto actuar en contra del bienestar del pueblo y ha cuidado de nuestros hijos e hijas en su escuela tan bien como a su propia cría. —El tipo miró a su alrededor—. Usted es la maestra del pueblo, una persona buena y sabia, y creo que hablo en nombre de todos al decir que su palabra me importa por encima de la de cualquier otro.

—Gracias, Haythen. No me iré por las ramas, pues —dijo la mujer—. El alcalde os engañó, a todos. —La multitud cuchicheó, pero Balautena siguió hablando—. No solo a vosotros, a mí también. Era consciente de que conocía dónde se escondía este brujo, pero los motivos por los que me dijo no ir en su busca son un engaño. De no ser por el Cuervo, lo más probable es que nunca nos hubiésemos enterado y solo los dioses saben lo que hubiera sido de nuestros niños.

—De no ser por el Cuervo —dijo Claudio—, estaríais todos muertos, y vuestros hijos serían huérfanos. ¡Pensároslo mejor la próxima vez que decidáis enfrentaros a un hechicero de esta forma!

—¡Cállate ya, Balautena! —gritó el alcalde—. ¡Mierda, lo has estropeado todo!

—No me voy a callar, Tonbery, hace mucho que dejé de cumplir tus deseos, ¿recuerdas? Ahora dale al mago la suma que quiera que le prometieras. Puede que no estemos suficientes personas para matar a un mago, pero nos bastamos para darte media vuelta y sacudirte hasta que caiga la última moneda de tus bolsillos. Después te meteremos en un saco y te tiraremos a un cenagal, como hicimos con ese peregrino de Tenebrae que intentó vendernos biblias.

—¡Déjate de tonterías, mierda Balautena! —gritó el alcalde, Tonbery—, ¡tú no sabes nada, joder!

—Lo que el bueno del alcalde me prometió —dijo el mago— no fue ninguna suma mastodóntica de dinero, no. El alcalde me debe a su hija, como pago por mi excepcional trabajo.

El alcalde fue a decir algo, pero nunca se supo qué. El ruido que hizo su cara cuando Balautena lo abofeteó le recordó a Kiran a los petardos que se lanzaban en muchas festividades.

—¿Pero cómo puedes ser tan hijo de puta? —dijo Balautena. Kiran no estaba seguro de si las palabras de la mujer tenían más de pregunta o de insulto.

—No, mierda Balautena, ¡tú no lo entiendes!

Balautena lo abofeteó de nuevo.

—No te atrevas a insinuar que hay algo que tú entiendes mejor que yo, o mejor que cualquier otra persona de los aquí presentes; porque eres la persona más estúpida que en mi vida he conocido, y la más cobarde. Dame una explicación ahora mismo, porque si después de tanto tiempo descubro que tu corazón está hueco te prometo que te lo arrancaré del pecho con mis propias manos.

Kiran había escuchado a menudo un dicho que decía que una madre es capaz de todo: de morir y matar por sus hijos. El dicho, al parecer, era cierto o muy cercano a la realidad.

—No es exactamente así, Balautena. ¡Joder, ese mago me engañó! —gritó el alcalde—. Yo le dije que si espantaba a los monstruos le daría lo que quisiera, cualquier cosa; ¡pero ni siquiera esperaba que realmente fuera a hacerlo, solo parecía un vagabundo, un pintamonas de tantos! Pero luego llegó, y resultó que no, que no era un idiota, y que quería su pago, ¡a mi hija! ¿Y cómo infiernos iba a darle yo a mi hija? ¡A mi hija!

—Las palabras del alcalde son sinceras —dijo Claudio—, pero no le eximen de cumplir su parte del trato. Si aún así no quisieras cumplir con tu honor, podría llevarme a la niña por mi cuenta, al fin y al cabo ya la he raptado —se encogió de hombros—. Pero ya es bastante molestia huir de los Cuervos como para también tener que huir de los guardias reales. Quiero que firmes un papel donde tú, su padre, me entregues oficial y legalmente a tu hija. Y lo harás, o toda esta gente no volverá a ver a sus hijos. Como responsable te degollarán vivo y, al fin y al cabo, también me llevaré a tu hija, solo que con algunas molestias extra.

—Así que no eres un hijo de puta, Tonbery —corrigió Balautena—, sino simplemente un gilipollas. Eso te vuelve algo menos malo, pero no menos culpable. Debías haber prestado atención, debías haber escuchado a la voz del pueblo, ahora arrepiéntete, poco más puedes hacer.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - IV

IV

El Cuervo extendió una piel de oso sobre la hierba. Se puso de rodillas y abrió con cuidado un cofrecito revestido de tela que había sacado de las alforjas. De su interior extrajo un pequeño frasco relleno de una sustancia roja. Lo colocó en la olla sobre la hoguera.

Volvió a sacar algo del cofre; un mortero y un mazo. Echó algunos polvos de cicuta, midiendo la cantidad de estos al extremo, ya que un pequeño exceso podría provocar un efecto inesperado en la reacción. Después añadió un par de hojas de bellaflor, cinco tallos de siempreviva y un montón de plantas y hierbas tan poco conocidas que ni siquiera tenían nombre. Lo machacó todo con la fuerza con la que un chupacabras chupa a sus cabras, y lo introdujo en un frasco mezclado con un extraño líquido azul.

Esta vez lanzó la poción directamente al fuego, entre centelleos deslumbrantes del cristal.
Quitó la olla del fuego y la volcó con cuidado. Recogió el frasquito de cristal de encima de la piel, sin miedo, sabía que no se iba a quemar. El líquido de su interior había adoptado un color dorado, con algunas hebras rojizas que iban y venían.

Sacó otro frasco más de las alforjas de la yegua. Desenvainó su espada tras descorchar la poción, y vertió el espeso líquido de su interior sobre la hoja. Después, lo extendió por todo el acero con una piedra pómez.

Vació una cubeta de agua sobre la hoguera y recogió la poción azulada negruzca que había quedado sobre las ascuas. Tampoco se quemó en esta ocasión.
Se colgó las dos pociones en el cinturón al pecho y dejó las alforjas sobre la piel, deseando que nadie se cruzara con ellas.

«Solo dos pociones, hechicero. Dos más de las que quiero usar» —pensó.

Se introdujo en la cueva donde le había dirigido el rastro de pan. Era un lugar lúgubre, se oían numerosas gotas de agua caer sobre las rocas y estaba oscuro, muy oscuro. Podría haber tomado una poción para ver en la oscuridad. No era difícil, sabía hacerlo, lo había hecho muchas veces; pero ya había perdido demasiado tiempo preparándose.

Aún así, sus ojos estaban mejorados respecto a los de un humano normal, y las pupilas no tardaron demasiado en adaptarse a la penumbra.
Caminó por un largo corredor, después comenzó a escuchar una melodía. Una flauta.

Siguió la música y llegó a una gran sala. A diferencia del resto de la cueva, esta parte estaba iluminada con montones de antorchas y velas. Algunas estaban colgadas de forma normal en la pared, pero otras flotaban en el aire, como si se encontraran sobre un candelabro invisible. No solo estaba iluminada; esta zona había sido decorada con baldosines elegantes y cuadros de bodegones.

Y entonces vio al mago, tocando la flauta dulce tumbado sobre una roca enorme. Le miró. Realmente era como lo habían descrito: vestía unas ropas andrajosas, sucias y rotas; tenía el pelo sucio y enmarañado y su cara estaba cubierta por una espesa y oscura barba sin un atisbo de cuidado.

—¡Por fin! —exclamó el hechicero—. Justo cuando empezaba a barajar el suicidio como posible forma de diversión los pueblerinos deciden enviar a alguien a negociar. —Señaló a la espada de Kiran—. Espero que eso no sea por si decido negarme a tus ofertas. —El mago formó una bola de fuego en su mano, la miró durante algunos segundos y la apagó—. Porque, como verás, yo también tengo mis trucos.

—No desenvainaré la espada. Tienes mi palabra —respondió Kiran.

—Pues en ese caso, acércate, y di lo que tengas que decir.

Kiran caminó hasta la roca. El mago lo miró a los ojos; a sus ojos rojos.

—¡Traidores hijos de puta! ¡Un Cuervo han traído a por mí, ja!

El hechicero tocó una melodía diabólica con su flauta. Kiran sintió un hormigueo en su cabeza; pero nada más.

—¿Has terminado? —preguntó—. Las ilusiones te valdrán de bien poco contra mí.

El mago no respondió. Agitó los brazos de forma rítmica y una lengua de fuego recorrió toda la cueva. A Kiran le habían enseñado que la velocidad era primordial al enfrentarse contra un brujo; el combate debía de terminar rápido, por el bien del Cuervo.
Kiran se revolvió, agarró la poción azul negruzca de su cinturón y la lanzó al suelo. Se acurrucó y se vio envuelto por una cúpula mágica. El fuego le rodeo como si él mismo hubiera dejado de existir, después se levantó y antes de que al mago le diera tiempo de contraatacar, agitó la poción dorada y la lanzó contra el techo, justo encima del hechicero.

La explosión fue inmensa para tratarse de un frasquito tan pequeño. El brujo impidió que los escombros le cayeran encima usando una magia, y Kiran aprovechó la oportunidad.
Corrió hacia él, le puso el brazo en el cuello y lo estampó contra una pared adornada; con la otra mano sujetaba un puñal tan cerca de su ojo que casi se lo rozaba.

—Y ahora —dijo Kiran— si ya te has divertido, podemos hablar.

—¿No quieres matarme? —El hechicero sudaba a chorros.

—Si hubiera querido, esa poción dorada no habría explotado en el techo. —Kiran soltó al mago; este casi se cae al suelo.

—Un Cuervo que deja escapar a un mago. —El hechicero soltó una risa ronca, masajeándose el cuello—. Vaya mundo de locos.

—Primero dime qué has hecho con los niños y después veremos si te dejo ir.

—Sí, claro. Por supuesto. Al fin y al cabo, hasta ahora has cumplido tu palabra —sonrió forzadamente—. No has desenvainado tu arma. Soy un hombre muy formal, Cuervo, aunque lleve sin afeitarme desde que el archiduque Roke era cabo. Me gustaría saber tu nombre.

—Kiran, de Elias.

El mago soltó una carcajada.

—Me enfrento por fin a un Cuervo, y resulta que además se trata nada menos que de uno famoso —rió—. No hubiera sido mala forma de morir, quizá los juglares hubieran contado historias sobre esta noche. Yo soy Claudio del mar Sereno.

—No sé como se iba a extender tal historia. Aquí no hay ningún bardo y poca gente ha tenido el privilegio de verme en una taberna tan borracho como para ponerme a contar historias —le respondió Kiran—. Y ahora, los niños. Dime qué has hecho con ellos.

Claudio hizo un ademán con la cabeza.

—Los niños están bien. Vivitos y coleando, puede que hasta demasiado. Me he encargado de darles de comer y todo. Pero no volveréis a verlos hasta que el alcalde pague su deuda, y espero que no pienses en hacerme nada, porque entonces, me apena lo que pueda pasarle a esos pobres chicos cuando nadie pueda encontrarlos.

—Los chiquillos no tienen la culpa, Claudio —añadió Kiran—, déjalos ir.

—Me encanta la capacidad de raciocinio que tenéis las personas para vuestro interés propio, ¡es francamente sorprendente! —vociferó el hechicero—. ¡Los niños no tienen culpa de que sus padres prometan un pago que no pueden realizar! ¡Los padres no tienen culpa de que haya monstruos en su pueblo! ¡Y los putos monstruos no tienen la culpa de que su naturaleza les pida matar a gente! ¿Y qué pasa conmigo, Kiran? ¿Sabes acaso lo cansado que es pasarte toda la noche tocando esta puta flauta, sin dormir, y echando a todos los monstruos a tomar por culo? ¿Sabes que, de camino, me pidieron también expulsar a las cucarachas y hasta a las ratas como si fuera su puta chacha? ¿O acaso tampoco sabes de los peligros de la magia, y que por el simple hecho de espantar a esas bestias yo podría haber muerto?

—Conozco los peligros de la magia —le respondió Kiran—. También sé que a un hechicero profesional rara vez le ocurre nada malo por lanzar hechizos, siempre y cuando no abuse de ellos sin recuperarse físicamente.

—Rara vez ocurren las cosas —dijo Claudio—, hasta que ocurren. La realidad es que el riesgo existe, que el castigo físico de los hechizos está ahí y que a cambio de ello se me prometió una recompensa. ¿Acaso el zapatero arregla tus zapatos sin cobrar nada a cambio? ¿Acaso el herrero forja las armas gratis?

—No. Pero también hay que ser consecuente. Cuando la gente muere, muchos prometen lo que sea por una solución, como hizo nuestro alcalde; aunque al final acaben sin poder pagar ese «lo que sea» una vez todo ha terminado.

—¿¡Pero en qué quedamos los seres humanos si no podemos creer en nuestro prójimo, Kiran!? —gritó Claudio, caminando por la sala—. ¿¡En qué nos diferenciamos de los animales si las palabras se las lleva el viento!? Hoy reclamo lo que es mío por derecho, y juro por los dioses que el destino me acabará dando la razón a mí.

—Déjate de filosofar, brujo —respondió Kiran—. Comprendo lo que quieres decir, y en gran parte de doy la razón. Pero los niños no tienen culpa de nada; no deberían de ser usados como moneda de cambio.

—Estoy de acuerdo, y preferiría no tener que haberlo hecho. Pero como comprenderás, sentándome a esperar no conseguiría nada. Nadie consigue nada sin un acto de amenaza.

—Al final eres tú el que se va por las ramas —añadió Kiran—. Dime cuál es el trato para dejar ir a los niños.

—¡Yo solo quiero lo que me pertenece, Cuervo! —volvió a vociferar Claudio.

—Ya, ya —Kiran estaba cansado—. Pero dime de cuánto dinero estamos hablando.

—¿Dinero? —El brujo soltó una carcajada—. ¿Aún no te enteras de nada, verdad? No, no tiene nada que ver con el dinero. El pago que el alcalde me prometió fue algo muy distinto: su hija.