IV
El Cuervo extendió una piel de oso sobre la hierba. Se puso de
rodillas y abrió con cuidado un cofrecito revestido de tela que
había sacado de las alforjas. De su interior extrajo un pequeño
frasco relleno de una sustancia roja. Lo colocó en la olla sobre la
hoguera.
Volvió a sacar algo del cofre; un mortero y un mazo. Echó algunos
polvos de cicuta, midiendo la cantidad de estos al extremo, ya que un
pequeño exceso podría provocar un efecto inesperado en la reacción.
Después añadió un par de hojas de bellaflor, cinco tallos de
siempreviva y un montón de plantas y hierbas tan poco conocidas que
ni siquiera tenían nombre. Lo machacó todo con la fuerza con la que
un chupacabras chupa a sus cabras, y lo introdujo en un frasco
mezclado con un extraño líquido azul.
Esta vez lanzó la poción directamente al fuego, entre centelleos
deslumbrantes del cristal.
Quitó la olla del fuego y la volcó con cuidado. Recogió el
frasquito de cristal de encima de la piel, sin miedo, sabía que no
se iba a quemar. El líquido de su interior había adoptado un color
dorado, con algunas hebras rojizas que iban y venían.
Sacó otro frasco más de las alforjas de la yegua. Desenvainó su
espada tras descorchar la poción, y vertió el espeso líquido de su
interior sobre la hoja. Después, lo extendió por todo el acero con
una piedra pómez.
Vació una cubeta de agua sobre la hoguera y recogió la poción
azulada negruzca que había quedado sobre las ascuas. Tampoco se
quemó en esta ocasión.
Se colgó las dos pociones en el cinturón al pecho y dejó las
alforjas sobre la piel, deseando que nadie se cruzara con ellas.
«Solo dos pociones, hechicero. Dos más de las que quiero usar»
—pensó.
Se introdujo en la cueva donde le había dirigido el rastro de pan.
Era un lugar lúgubre, se oían numerosas gotas de agua caer sobre
las rocas y estaba oscuro, muy oscuro. Podría haber tomado una
poción para ver en la oscuridad. No era difícil, sabía hacerlo, lo
había hecho muchas veces; pero ya había perdido demasiado tiempo
preparándose.
Aún así, sus ojos estaban mejorados respecto a los de un humano
normal, y las pupilas no tardaron demasiado en adaptarse a la
penumbra.
Caminó por un largo corredor, después comenzó a escuchar una
melodía. Una flauta.
Siguió la música y llegó a una gran sala. A diferencia del resto
de la cueva, esta parte estaba iluminada con montones de antorchas y
velas. Algunas estaban colgadas de forma normal en la pared, pero
otras flotaban en el aire, como si se encontraran sobre un candelabro
invisible. No solo estaba iluminada; esta zona había sido decorada
con baldosines elegantes y cuadros de bodegones.
Y entonces vio al mago, tocando la flauta dulce tumbado sobre una
roca enorme. Le miró. Realmente era como lo habían descrito: vestía
unas ropas andrajosas, sucias y rotas; tenía el pelo sucio y
enmarañado y su cara estaba cubierta por una espesa y oscura barba
sin un atisbo de cuidado.
—¡Por fin! —exclamó el hechicero—. Justo cuando empezaba a
barajar el suicidio como posible forma de diversión los pueblerinos
deciden enviar a alguien a negociar. —Señaló a la espada de
Kiran—. Espero que eso no sea por si decido negarme a tus ofertas.
—El mago formó una bola de fuego en su mano, la miró durante
algunos segundos y la apagó—. Porque, como verás, yo también
tengo mis trucos.
—No desenvainaré la espada. Tienes mi palabra —respondió Kiran.
—Pues en ese caso, acércate, y di lo que tengas que decir.
Kiran caminó hasta la roca. El mago lo miró a los ojos; a sus ojos
rojos.
—¡Traidores hijos de puta! ¡Un Cuervo han traído a por mí, ja!
El hechicero tocó una melodía diabólica con su flauta. Kiran
sintió un hormigueo en su cabeza; pero nada más.
—¿Has terminado? —preguntó—. Las ilusiones te valdrán de
bien poco contra mí.
El mago no respondió. Agitó los brazos de forma rítmica y una
lengua de fuego recorrió toda la cueva. A Kiran le habían enseñado
que la velocidad era primordial al enfrentarse contra un brujo; el
combate debía de terminar rápido, por el bien del Cuervo.
Kiran se revolvió, agarró la poción azul negruzca de su cinturón
y la lanzó al suelo. Se acurrucó y se vio envuelto por una cúpula
mágica. El fuego le rodeo como si él mismo hubiera dejado de
existir, después se levantó y antes de que al mago le diera tiempo
de contraatacar, agitó la poción dorada y la lanzó contra el
techo, justo encima del hechicero.
La explosión fue inmensa para tratarse de un frasquito tan pequeño.
El brujo impidió que los escombros le cayeran encima usando una
magia, y Kiran aprovechó la oportunidad.
Corrió hacia él, le puso el brazo en el cuello y lo estampó contra
una pared adornada; con la otra mano sujetaba un puñal tan cerca de
su ojo que casi se lo rozaba.
—Y ahora —dijo Kiran— si ya te has divertido, podemos hablar.
—¿No quieres matarme? —El hechicero sudaba a chorros.
—Si hubiera querido, esa poción dorada no habría explotado en el
techo. —Kiran soltó al mago; este casi se cae al suelo.
—Un Cuervo que deja escapar a un mago. —El hechicero soltó una
risa ronca, masajeándose el cuello—. Vaya mundo de locos.
—Primero dime qué has hecho con los niños y después veremos si
te dejo ir.
—Sí, claro. Por supuesto. Al fin y al cabo, hasta ahora has
cumplido tu palabra —sonrió forzadamente—. No has desenvainado
tu arma. Soy un hombre muy formal, Cuervo, aunque lleve sin afeitarme
desde que el archiduque Roke era cabo. Me gustaría saber tu nombre.
—Kiran, de Elias.
El mago soltó una carcajada.
—Me enfrento por fin a un Cuervo, y resulta que además se trata
nada menos que de uno famoso —rió—. No hubiera sido mala forma
de morir, quizá los juglares hubieran contado historias sobre esta
noche. Yo soy Claudio del mar Sereno.
—No sé como se iba a extender tal historia. Aquí no hay ningún
bardo y poca gente ha tenido el privilegio de verme en una taberna
tan borracho como para ponerme a contar historias —le respondió
Kiran—. Y ahora, los niños. Dime qué has hecho con ellos.
Claudio hizo un ademán con la cabeza.
—Los niños están bien. Vivitos y coleando, puede que hasta
demasiado. Me he encargado de darles de comer y todo. Pero no
volveréis a verlos hasta que el alcalde pague su deuda, y espero que
no pienses en hacerme nada, porque entonces, me apena lo que pueda
pasarle a esos pobres chicos cuando nadie pueda encontrarlos.
—Los chiquillos no tienen la culpa, Claudio —añadió Kiran—,
déjalos ir.
—Me encanta la capacidad de raciocinio que tenéis las personas
para vuestro interés propio, ¡es francamente sorprendente!
—vociferó el hechicero—. ¡Los niños no tienen culpa de que sus
padres prometan un pago que no pueden realizar! ¡Los padres no
tienen culpa de que haya monstruos en su pueblo! ¡Y los putos
monstruos no tienen la culpa de que su naturaleza les pida matar a
gente! ¿Y qué pasa conmigo, Kiran? ¿Sabes acaso lo cansado que es
pasarte toda la noche tocando esta puta flauta, sin dormir, y echando
a todos los monstruos a tomar por culo? ¿Sabes que, de camino, me
pidieron también expulsar a las cucarachas y hasta a las ratas como
si fuera su puta chacha? ¿O acaso tampoco sabes de los peligros de
la magia, y que por el simple hecho de espantar a esas bestias yo
podría haber muerto?
—Conozco los peligros de la magia —le respondió Kiran—.
También sé que a un hechicero profesional rara vez le ocurre nada
malo por lanzar hechizos, siempre y cuando no abuse de ellos sin
recuperarse físicamente.
—Rara vez ocurren las cosas —dijo Claudio—, hasta que ocurren.
La realidad es que el riesgo existe, que el castigo físico de los
hechizos está ahí y que a cambio de ello se me prometió una
recompensa. ¿Acaso el zapatero arregla tus zapatos sin cobrar nada a
cambio? ¿Acaso el herrero forja las armas gratis?
—No. Pero también hay que ser consecuente. Cuando la gente muere,
muchos prometen lo que sea por una solución, como hizo nuestro
alcalde; aunque al final acaben sin poder pagar ese «lo que sea»
una vez todo ha terminado.
—¿¡Pero en qué quedamos los seres humanos si no podemos creer en
nuestro prójimo, Kiran!? —gritó Claudio, caminando por la sala—.
¿¡En qué nos diferenciamos de los animales si las palabras se las
lleva el viento!? Hoy reclamo lo que es mío por derecho, y juro por
los dioses que el destino me acabará dando la razón a mí.
—Déjate de filosofar, brujo —respondió Kiran—. Comprendo lo
que quieres decir, y en gran parte de doy la razón. Pero los niños
no tienen culpa de nada; no deberían de ser usados como moneda de
cambio.
—Estoy de acuerdo, y preferiría no tener que haberlo hecho. Pero
como comprenderás, sentándome a esperar no conseguiría nada. Nadie
consigue nada sin un acto de amenaza.
—Al final eres tú el que se va por las ramas —añadió Kiran—.
Dime cuál es el trato para dejar ir a los niños.
—¡Yo solo quiero lo que me pertenece, Cuervo! —volvió a
vociferar Claudio.
—Ya, ya —Kiran estaba cansado—. Pero dime de cuánto dinero
estamos hablando.
—¿Dinero? —El brujo soltó una carcajada—. ¿Aún no te
enteras de nada, verdad? No, no tiene nada que ver con el dinero. El
pago que el alcalde me prometió fue algo muy distinto: su hija.
No hay comentarios:
Publicar un comentario