viernes, 14 de diciembre de 2012

La voz del pueblo - V


V

—Pues ya los has visto —dijo Claudio—. ¿Algún comentario?

El brujo y el Cuervo salieron de la cueva. La noche era espesa aún, y las estrellas se reflejaban en los pequeños lagos de agua y lodo.

—Que has sido sincero —respondió Kiran—. Esos niños probablemente estén mejor cuidados que en sus propias casas. Pero no es excusa para haberlos raptado.

—Ya hemos discutido sobre lo que es justo y lo que no hace un rato, Kiran. Hemos dejado cada uno claras nuestras exigencias y no tiene sentido seguir repitiéndose.

—Solo por curiosidad —Kiran tosió—. Ya sé donde están los niños, los acabo de ver con mis propios ojos y ninguna de tus ilusiones podría ocultarme el camino de regreso. Así que, ahora, ¿qué me impide entrar ahí y llevármelos a sus respectivos hogares sin hacerte el menor caso? Todo el mundo estaría de acuerdo en que sería lo justo.

—Tienes la mala costumbre de juzgar lo que es justo y lo que no. Quizás sea lo justo para los niños, que han venido aquí sin tener culpa de nada, los pobres, y yo mismo lo admito. ¿Pero donde estaría entonces la justicia para el timador, y para el pobre hechicero que ha sido engañado?

—¿Y qué más me dará a mí lo que sea justo o lo que no? Digo yo que no soy más que un mercenario a sueldo. Lo más fácil sería hacer eso. Lo más sencillo. Y puede que hasta lo más lucrativo.

—Porque tú eres más que un mercenario a sueldo. Porque si quisieras hacer eso ya me habrías matado hace un rato. —El mago se encogió de hombros—. Mira, Cuervo; no sé adónde quieres llegar, ni a qué viene que me saques este tema ahora. No sé si en verdad es que te has replanteado que te estás tomando demasiadas molestias cuando simplemente podrías recoger tu paga por el trabajo, ni que mierda te ronda por la cabeza. Pero ten algo claro: si tú también pretendes engañarme, puede que me mates, puede que cobres tu recompensa; pero te doy mi palabra de que de esa cueva saldrán muchos menos niños de los que entraron.

—Vamos, Claudio, deja de intentar imponer una falsa intimidación, tú mismo sabes que lo que les has hecho no es justo. Mira en esa cueva, los has cuidado y alimentado mejor que si estuvieran en sus propias casas. No les harías ningún daño.

—Pruébame —respondió el brujo—. Estoy harto de esta justicia corrupta de mierda.

—No habrá necesidad de probar nada. Solo estoy divagando, yo sí cumplo mi palabra.

Claudio sonrió.

—Una pregunta más —continuó Kiran—, ¿por qué en otra cueva? ¿Por qué no los escondiste en la misma en la que estabas tú?

—Porque, Kiran, no podía...

Kiran no llegó a saber qué era lo que Claudio no podía hacer.

—¡Matad al brujo!

Iluminaban la ciénaga como un sol. Debían de ser al menos quince personas, armadas con antorchas e instrumentos de agricultura que bien podrían servir para cazar a un demonio. Kiran no se había percatado de su presencia hasta que ya estaban demasiado cerca como para intentar hacer algo.

—¡El brujo, el brujo! ¡Matad al brujo! —volvieron a gritar.

—Nos han seguido —señaló Kiran, aunque no hubiera hecho falta que lo hiciera.

—Tienes buena labia, Cuervo. Haber si los convences de que den media vuelta. —Claudio convocó una bola de fuego en su mano, la miró durante unos instantes y la hizo desaparecer—. Por su propio bien. No pienso esperar a adivinar lo que tienen pensado labrar con esas herramientas.

—No. —Kiran desenvainó su espada—. Voy a hacer algo mejor. Vamos a terminar con esto esta misma noche, aquí y ahora.

El hombre con cara de envalentonado que lideraba la marcha sintió la espada del Cuervo en la sien.

—Ni un paso más —ordenó Kiran—. Bajad las armas y calmaos; entonces, si estáis dispuestos, hablaremos.

—Nada de eso, Cuervo —le respondió el hombre—. Todos sabíamos que de la escoria como los de tu clase no podíamos fiarnos. No nos asustan tus amenazas ni tus trucos de alquimia.

—Eso solo significa que he de esforzarme más —dijo Kiran.

Descendió su espada hasta el cuello del hombre, y apretó hasta que un reguero de sangre comenzó a descenderle hasta el jubón.

El tipo cayó al suelo, se tocó la herida y gimió.

—¡Me has hecho sangre! —Quiso gritar, pero no se atrevió a hacerlo.

—Pues ponte una tirita —le contestó Kiran.

—¡Ya basta, Cuervo!

El alcalde salió de entre la multitud. Llevaba una antorcha en la mano y una expresión en la cara que casi parecía denotar cierta valentía. Casi.

—Sabía que los de tu clase no eran personas de fiar —continuó—, pero desde luego no imaginaba que fueras a aliarte con un ladrón de niños. ¡Puede que incluso un asesino! Hice bien al no confiar en ti del todo; en darte un tiempo de prueba. Finalmente mis dudas han quedado confirmadas.

—Calla de una vez, escoria. El Cuervo es la persona más decente de cuantos hay aquí. —Claudio escupió—. Haces bien tu papel delante del pueblo, de pobre alcalde estúpido e impotente carente de culpa. Basura. ¡Que sepáis todos los aquí presentes, que si habéis perdido a vuestros hijos es porque vuestro alcalde tiene la lengua demasiado larga prometiendo pagos que no puede realizar!

El alcalde soltó una carcajada mientras negaba con la cabeza. Claudio lo agarró por el cuello del jubón.

—Viejo —dijo el mago—, cumple con tu deuda o te juro que...

—Te he dicho que nada de violencia —le susurró Kiran.

El alcalde se separó de Claudio, después se sacudió el jubón.

—¿Veis, mis buenos señores, los actos de estas personas quienes deciden echarme a mí, un hombre decente, la culpa de sus viles maldades? Secuestran, inventan, mienten, y en última instancia, amenazan —gritó—. ¿A quiénes creeréis, a estos rufianes? ¿O al que ha sido vuestro propio alcalde desde hace décadas?

—Yo no estoy exento de culpa, en parte —vociferó Claudio—, pero si vuestro alcalde hubiera cumplido su palabra, ya habríais visto todos a vuestros hijos.

El alcalde rió.

—No tienes pruebas —dijo—. No eres nadie, solo un mago vagabundo a quien nadie en su sano creería. Así que, pueblo de Lodendar, ¿cuál es el veredicto?

Claudio se inclinó hacia Kiran.

—Empiezo a verme tentando de hacer que le explote la cabeza, Kiran —susurró el brujo.

—¿Y qué hay de mí? —Con la discusión nadie se había fijado en que Balautena se había incorporado a la multitud—. ¿Mi palabra es de confianza?

Un hombre desconocido dio un paso al frente.

—Doña Balautena —dijo—, usted es una mujer de bien, nunca la he visto actuar en contra del bienestar del pueblo y ha cuidado de nuestros hijos e hijas en su escuela tan bien como a su propia cría. —El tipo miró a su alrededor—. Usted es la maestra del pueblo, una persona buena y sabia, y creo que hablo en nombre de todos al decir que su palabra me importa por encima de la de cualquier otro.

—Gracias, Haythen. No me iré por las ramas, pues —dijo la mujer—. El alcalde os engañó, a todos. —La multitud cuchicheó, pero Balautena siguió hablando—. No solo a vosotros, a mí también. Era consciente de que conocía dónde se escondía este brujo, pero los motivos por los que me dijo no ir en su busca son un engaño. De no ser por el Cuervo, lo más probable es que nunca nos hubiésemos enterado y solo los dioses saben lo que hubiera sido de nuestros niños.

—De no ser por el Cuervo —dijo Claudio—, estaríais todos muertos, y vuestros hijos serían huérfanos. ¡Pensároslo mejor la próxima vez que decidáis enfrentaros a un hechicero de esta forma!

—¡Cállate ya, Balautena! —gritó el alcalde—. ¡Mierda, lo has estropeado todo!

—No me voy a callar, Tonbery, hace mucho que dejé de cumplir tus deseos, ¿recuerdas? Ahora dale al mago la suma que quiera que le prometieras. Puede que no estemos suficientes personas para matar a un mago, pero nos bastamos para darte media vuelta y sacudirte hasta que caiga la última moneda de tus bolsillos. Después te meteremos en un saco y te tiraremos a un cenagal, como hicimos con ese peregrino de Tenebrae que intentó vendernos biblias.

—¡Déjate de tonterías, mierda Balautena! —gritó el alcalde, Tonbery—, ¡tú no sabes nada, joder!

—Lo que el bueno del alcalde me prometió —dijo el mago— no fue ninguna suma mastodóntica de dinero, no. El alcalde me debe a su hija, como pago por mi excepcional trabajo.

El alcalde fue a decir algo, pero nunca se supo qué. El ruido que hizo su cara cuando Balautena lo abofeteó le recordó a Kiran a los petardos que se lanzaban en muchas festividades.

—¿Pero cómo puedes ser tan hijo de puta? —dijo Balautena. Kiran no estaba seguro de si las palabras de la mujer tenían más de pregunta o de insulto.

—No, mierda Balautena, ¡tú no lo entiendes!

Balautena lo abofeteó de nuevo.

—No te atrevas a insinuar que hay algo que tú entiendes mejor que yo, o mejor que cualquier otra persona de los aquí presentes; porque eres la persona más estúpida que en mi vida he conocido, y la más cobarde. Dame una explicación ahora mismo, porque si después de tanto tiempo descubro que tu corazón está hueco te prometo que te lo arrancaré del pecho con mis propias manos.

Kiran había escuchado a menudo un dicho que decía que una madre es capaz de todo: de morir y matar por sus hijos. El dicho, al parecer, era cierto o muy cercano a la realidad.

—No es exactamente así, Balautena. ¡Joder, ese mago me engañó! —gritó el alcalde—. Yo le dije que si espantaba a los monstruos le daría lo que quisiera, cualquier cosa; ¡pero ni siquiera esperaba que realmente fuera a hacerlo, solo parecía un vagabundo, un pintamonas de tantos! Pero luego llegó, y resultó que no, que no era un idiota, y que quería su pago, ¡a mi hija! ¿Y cómo infiernos iba a darle yo a mi hija? ¡A mi hija!

—Las palabras del alcalde son sinceras —dijo Claudio—, pero no le eximen de cumplir su parte del trato. Si aún así no quisieras cumplir con tu honor, podría llevarme a la niña por mi cuenta, al fin y al cabo ya la he raptado —se encogió de hombros—. Pero ya es bastante molestia huir de los Cuervos como para también tener que huir de los guardias reales. Quiero que firmes un papel donde tú, su padre, me entregues oficial y legalmente a tu hija. Y lo harás, o toda esta gente no volverá a ver a sus hijos. Como responsable te degollarán vivo y, al fin y al cabo, también me llevaré a tu hija, solo que con algunas molestias extra.

—Así que no eres un hijo de puta, Tonbery —corrigió Balautena—, sino simplemente un gilipollas. Eso te vuelve algo menos malo, pero no menos culpable. Debías haber prestado atención, debías haber escuchado a la voz del pueblo, ahora arrepiéntete, poco más puedes hacer.

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