VIII
La luz del exterior iluminó el establo. Kiran avanzó con lentitud,
llevaba la silla de montar debajo del brazo.
—¿Esto es lo que querías? —El alcalde cepillaba con esmero el
pelaje de una yegua baya. Ni siquiera se dignó a mirar a Kiran.
—He hecho lo que tenía que hacer —le respondió Kiran—. Ni más
ni menos.
Esta vez Tonbery si le miró, y en su cara no había otra cosa que
rabia e ira. Sus mejillas emitían un brillo apagado.
—¿Esto es lo que tenías que hacer? —dijo. Estaba enfadado, pero
no tenía fuerzas para alzar la voz—. ¿Separar a una niña de sus
padres? ¿Condenarla a un destino junto a un tipo que... qué? ¿Qué
conseguirá él para ella? ¡La miseria y nada más es lo que ese
tipo le dará!
—Puedo ver en tu cara que has llorado, por lo que deduciré que no
eres una persona completamente falta de sentimientos. Ya escuchaste a
tu hija, ya sabes lo que ella piensa y lo que quiere.
—¡No es más que una niña! —Esta vez sí gritó—. ¡No sabe
lo que quiere, ninguno lo sabíamos a su edad! ¿o sino por qué tú
dejaste de ser Cuervo? Dime, Kiran, ¿quién te ha nombrado a ti juez
y jurado? ¿Es que realmente crees conocer lo que le conviene a una
niña más que su propio padre? ¿Realmente crees poseer tal
cualidad?
Kiran no respondió.
—¡Vamos, dime! ¿Es esta esa justicia de la que tanto hablabas?
¡¿Realmente la voz del pueblo ha resultado ser tan sabia como decía
Balautena?! ¡Muy pronto lo sabremos! ¡Cuando mi hija no sea más
que una vagabunda! ¡Cuando esté encerrada en el Nido! O cuando
haya...
«...muerto», terminó una voz en la cabeza de Kiran.
Pero él siguió sin responder.
—Ten, Cuervo —continuó el alcalde al cabo de unos segundos—.
Aquí hay dinero suficiente como para que viajes adonde quieras
cómodamente y vivas bien durante algunos meses. Es la recompensa que
recibes por tu justicia, tan justa para ti y tu amigo el hechicero.
Vete, Kiran de Elias, y no vuelvas a Lodendar, jamás.
FIN
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